Sobre la Derecha y el pinochetismo / Ariel Dorfman
El mundo conmemora cada 10 de diciembre el aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Ese Día Internacional de los Derechos Humanos se ha convertido en una ocasión para celebrar lo mucho que hemos avanzado en países que gozan de esos derechos y para protestar en aquellos lugares donde son suprimidos.
En Chile, la fecha adquirió un valor especial después de que el general Augusto Pinochet derrocara en 1973 al gobierno democráticamente elegido de Salvador Allende. Durante los diecisiete años de dictadura que siguieron, el 10 de diciembre se asentó como una oportunidad para que disidentes condenaran públicamente la violación feroz, sistemática y cotidiana de esos derechos. Con los consabidos riesgos. La mera congregación de ciudadanos para pedir que se dejara de matar, ejecutar, exiliar a los opositores constituía un desafío para nuestros gobernantes. Recuerdo una de esas reuniones pacíficas en la Plaza de Armas de Santiago –debió ser a finales de los ochenta, cuando ya había retornado a Chile después de años de destierro–, cuando me libré por milagro de ser arrastrado hasta un furgón policial donde me esperaba una tremenda paliza. Una represión que se desató porque un grupo de insumisos nos atrevimos a cantar el Himno a la Alegría de Beethoven.
Después de que se restauró la democracia en 1990, esas manifestaciones del 10 de diciembre se tornaron menos peligrosas, pero aún más necesarias, incitándonos a nunca más olvidar lo que fue ese reinado del terror. Nunca Más se convirtió en un emblema, un canto, un conjuro, repetido de boca en boca, de generación en generación, de año en año.
Fue, por lo tanto, particularmente significativo, uno podría incluso aventurar mágico, que de todos los días posibles para que Pinochet muriera, la fecha fuera un 10 de diciembre. El hecho de que la Muerte eligiera llevarse al general ese día en el 2006, y no otro, precisamente cuando el mundo celebraba los derechos que ese hombre había infringido con tanta saña, me pareció extrañamente apropiado, incluso justiciero. Y una señal asombrosa de que, en efecto, nunca más volvería a oprimirnos y contaminar nuestros sueños, como lo afirmaban miles de mis compatriotas al salir a las calles para despedir para siempre a su enemigo. Tal vez quien mejor expresó ese sentimiento fue una mujer embarazada que me repetía, La sombra se fue, la sombra se fue. Era la hora, dijo, del alumbramiento y la luz. Su hijo nacería en un mundo sin Pinochet.
Aunque conmovido por esa profecía, simultáneamente desconfiaba de ella. Me encontraba en Chile, en esos días, filmando un documental y, habiéndome topado con muchos fanáticos partidarios del dictador – que representaban un tercio, y probablemente más, del recalcitrante electorado del país–, no estaba tan seguro de que la oscuridad execrable del pasado ya no nos pesara. El legado de Pinochet perduraba malignamente. Seguíamos maniatados por la misma fraudulenta Constitución de 1980, seguíamos sin haber completado las reformas económicas y sociales indispensables que Chile requería para convertirse en un país verdaderamente justo y democrático.
Y la economía y gran parte de los medios de comunicación seguían controlados por el pequeño porcentaje de aquellos chilenos que, durante el imperio neoliberal de Pinochet, habían acumulado una obscena riqueza.
Ariel Dorfman