Tiempo de los pobres
“Este largo plazo es una guía errónea para comprender el presente. A largo plazo estaremos todos muertos. Los economistas se plantean una tarea demasiado fácil e inútil si, en las épocas tempestuosas lo único que pueden decirnos es que cuando la tormenta pase, las aguas se habrán calmado de nuevo”. (John Maynard Keynes, A Tract on Monetary Reform, 1923)
Con este párrafo, Keynes descalificó implícitamente la teoría económica clásica según la cual los mercados tienden al equilibrio, prometiendo soluciones en el largo plazo para cualquier desequilibrio o problema transitorio. Keynes no era socialista ni por casualidad. El socialismo le parecía una doctrina “ilógica y torpe”. Seguía en general las reglas de la economía liberal clásica. Pero pudo ver que en la coyuntura de posguerra, las ideas de un mercado autorregulado sin intervención del Estado, no eran viables. Esperar que las dinámicas del libre mercado solucionaran los gravísimos problemas de hambre, desempleo, pobreza, indigencia y destrucción de la vida en el corto plazo, no era posible ni realista y significaba abandonar a su suerte a las víctimas de esos gravísimos desequilibrios transitorios.
Frente al largo plazo, Keynes propuso fomentar la intervención estatal para corregir los desequilibrios, aun a riesgo de generar “cuellos de botella” en el futuro. Las propuestas de los economistas clásicos manejaban un tiempo irreal en el cual la economía debía recuperar sus “equilibrios” como si el “mientras tanto” no existiera para las masas excluidas, y se pudieran suspender las esperanzas de vida de los hambrientos y desempleados hasta que llegara ese equilibrio idílico del mercado. Keynes opuso un capitalismo centrado en la generación de empleo con la intervención protagónica del Estado. Cuando se le señaló críticamente que el estímulo de la demanda agregada, y la emisión monetaria en masa provocarían inflación, algo así como tapar los problemas de fondo pateándolos para adelante, respondió con la frase citada más arriba: “En el largo plazo todos estaremos muertos”.
Es cierto que un modelo económico basado en la intervención del Estado para proteger y garantizar derechos debe cuidar sus cuentas para que el estancamiento, la inflación (o ambas al mismo tiempo) no hagan estallar el equilibrio, pero el cierre de las cuentas del mercado no puede estar por encima de los derechos del tiempo presente para los pobres en especial y los trabajadores en general. El tiempo de los postergados vale cualquier gasto del dinero público. No tenemos todo el tiempo del mundo en esta vida. Los procesos económicos se desarrollan en el tiempo y el tiempo es la vida de las personas y las sociedades enteras. Los planes económicos en los tiempos del hipercapitalismo, consumen un tiempo que parece ser fugaz para acumular riqueza, pero para trabajadores y pobres el tiempo de la espera puede extenderse.
La pandemia del coronavirus, la guerra en Ucrania y la previsiblemente cercana crisis alimentaria mundial, son coyunturas que generan muerte y sufrimientos al mismo tiempo que desnudan las pocas respuestas del mercado para las emergencias en el sistema económico mundial globalizado, interdependiente y piloteado por los intereses hegemónicos de los países desarrollados. Distorsiones que se suman a la desigualdad y la catástrofe climática. La desigualdad, en palabras de Thomas Piketty, no es económica o tecnológica, es ideológica y política. No es un error o una deficiencia, es inherente al hipercapitalismo neoliberal que asegura la delirante producción-concentración de riqueza a costa de los derechos de todos y todas, y a costa de la depredación de los recursos no renovables del planeta. En este contexto, aunque la macroeconomía no sea la misma que en tiempos de Keynes, hay situaciones de excepción que exigen calcular el tiempo desde la necesidad de los pobres y no desde el ritmo acumulador de ganancias y riquezas, lo cual significa también darle al Estado un rol de compensador y regulador del bien común, con las herramientas constitucionales y legítimas que posee, en especial el monopolio de la fuerza coercitiva cuando se trata de actuar en favor de los pobres.
El reciente informe de la organización no gubernamental Oxfam, es contundente ya desde el título: Beneficiarse del sufrimiento. Los ingresos de los más ricos se han recuperado con rapidez del golpe que sufrieron al inicio de la pandemia, mientras que los de las personas más pobres aún no lo han hecho, lo que está profundizando la desigualdad de ingresos. En la Argentina 4 de cada 10 hogares está alimentándose en comedores comunitarios, mientras las principales empresas alimenticias registran ganancias extraordinarias, principalmente las que comercializan bienes de almacén, lácteos, panificados, congelados, bebidas, artículos de limpieza, higiene, cuidado personal y perfumería, que forman parte del consumo cotidiano de la población.
En nuestra Argentina de hoy, como acabamos de expresar en nuestra última carta del Grupo de Curas en la Opción por los Pobres, “las enormes ganancias de los que se enriquecen con la crisis y el hambre y el temor al reclamo de socialización de las riquezas no es lo que se votó cuando dijimos ¡basta! al neoliberalismo”. Los pobres —según la contundente descripción del teólogo Jon Sobrino— “son los que mueren antes de tiempo”. El Estado no puede buscar solo por medios aceptados sin más, soluciones para situaciones críticas o excepcionales. Los sectores que acumulan riquezas inéditas no solo tienen el derecho a la propiedad privada sino la obligación de la justicia, esa suerte de “hipoteca social”, de limitación mencionada por la doctrina social de la Iglesia. Así como recientemente se impuso coercitivamente el aislamiento y la cuarentena para salvar vidas y proteger el bien común, urge la aplicación de medidas coercitivas para corregir la distribución de la riqueza, especialmente a través del salario y su poder adquisitivo real y limitando la apropiación indiscriminada de la riqueza a través de legítimos instrumentos tributarios aplicados en todo el mundo como solución inmediata.
A veces algunos sectores de la Iglesia Católica argentina son rápidos de reflejos para alertar sobre cuestiones relacionadas con la moral sexual, la droga, la educación —importantes, por cierto—, pero llamativamente displicentes cuando se trata de reivindicar uno de las principios mas importantes de la Doctrina Social que es el destino universal de los bienes y la distribución equitativa de la riqueza, de señalar la acumulación de riqueza como principal causa de la pobreza. No deberíamos aceptar ayudas caritativas de quienes tienen que resolver antes sus problemas con la evasión de impuestos, la acumulación delirante o la fuga de capitales. Las alianzas con el poder económico dominante y las fuerzas armadas en la historia de la Iglesia argentina, deben ser superadas por una “nueva alianza” con los trabajadores, los pobres y los colectivos discriminados de nuestra sociedad.
Es hora de tomar una posición decidida no sólo en la imprescindible tarea de atender las urgencias de los pobres sino también para regular a los concentradores de riqueza para distribuir justamente lo que corresponde al bien común.
En el largo plazo no habrá más tiempo para los pobres.
P. Marcelo Ciaramella / Grupo de Curas en la Opción por los Pobres – Argentina