Volver a Nazaret
Habiendo sido bautizado y mientras su fama crecía por toda la región, Jesús regresa a Nazaret, el lugar donde se había criado (Lc 4,16). Vuelve al pequeño caserío de su infancia donde, en medio del trajín cotidiano, aprendió de su padre el oficio de maestro y la rectitud del hombre justo, y de su madre la sabiduría del día a día y la ternura por los pobres y frágiles, justamente de ella que había bebido de la espiritualidad de los Anawim, los Pobres de Yahveh.
La pandemia no solo ha puesto todo en crisis, sino que nos hará volver al pequeño sitio de nuestra vida cotidiana, a ese espacio de las pocas calles y las pocas personas como Nazaret; al barrio, el lugar opuesto a la gran urbe, con masas de gente yendo y viniendo, rostros anónimos en una vorágine de largos desplazamientos. Y ello gracias a este experimento social que estamos viviendo sin parangón histórico alguno.
Todo hace prever que mantendremos el distanciamiento social por largo tiempo –hasta el 2021 dicen los más optimistas– tanto en el plano público como en el privado. Seguiremos entrando a los supermercados previo análisis de temperatura y en pequeños números. La vuelta a los colegios será como ya se observa en China y Alemania, con demarcaciones de distancia en el piso, limpieza de las manos y del cuerpo (Shanhai) y grupos reducidos de alumnos, separados por horarios y espacios. La escasez de apretones de manos y abrazos será tanto más difícil en las sociedades amigas del beso en la mejilla y con redes familiares y de amigos altamente dependientes del encuentro y del afecto, como la latinoamericana.
Se nos hará más fácil caminar por la pequeña plaza del bario que visitar la gran plaza de la ciudad o los parques intentando sortear las barreras sanitarias. Habremos aprendido a teletrabajar, alcanzar acuerdos por Zoom o Meet y aceptar la conveniencia de la segregación sanitaria bajo el riesgo de un contagio no deseado. Seguiremos así confinados en el espacio hogareño y en las calles aledañas. Abrirán los centros comerciales, pero las restricciones sanitarias harán mas amable el almacén local. Seremos menos ciudadanos de la gran ciudad y más vecinos del barrio, del negocio y la “veguita” con las frutas y verduras que necesitamos. Se nos harán familiares los lugares donde el desplazamiento nos sea más sencillo, menos controlado. Sabremos que el anónimo señor del almacén de barrio se llama Luis, la señora de las verduras Maritza y el pan que amasa don Ramón es el más rico del sector.
Los padres habremos acomodado la vida entre el teletrabajo y la educación de los hijos en el hogar, donde estarán más a resguardo de los continuos rebrotes de la pandemia que, como han mostrado los estudios, se producirán en oleadas de contagio hasta que al menos el 86% de la población haya adquirido el virus y generado los anticuerpos.
Todo ello obligará a ajustar permanentemente las restricciones sanitarias haciendo que tomar el autobús, el metro o el tren sea más difícil y moverse en la ciudad sea más complejo bajo los múltiples controles. Al final del día se habrá vigorizado el movimiento local, ese que se hace a pie y, cuando esto ocurra, habremos vuelto a Nazaret, el lugar opuesto a la gran urbe, el espacio reducido de las pocas cuadras, de los rostros conocidos. ¿Qué podría enseñarnos el desplazamiento de la gran urbe a la cotidiana vida del barrio?
Jesús vuelve a Nazaret, al lugar donde se ha criado. No había allí más de 40 casas en esos días. Los vecinos se conocen y con mayor razón Jesús, que junto a su padre se dedicaba a confeccionar y reparar muebles, cestas, cajones, puertas, rejas y techados del pueblo; todo lo que un maestro múltiple (“chasquilla” decimos en Chile) puede hacer para ganarse el pan. La gente debía verlo pasar y saludarlo cuando, junto a José, cruzaba el caserío con destino a Séforis a unos pocos kilómetros, cargando canastos o muebles para comerciarlos allí.
En Nazaret aprendió Jesús mirando a su madre que no se enciende una lámpara para ponerla debajo del cajón con el que recoge maíz, que las semillas pequeñas pueden llegar a ser grandes árboles y que, si caen en una tierra mal preparada o al borde del camino, con seguridad se perderán. Allí se dio cuenta Jesús que las aves no siembran ni cosechan y, sin embargo, Dios las cuida y alimenta; y que nadie, con todo el dinero que tenga, podría vestirse como los lirios con que su madre adornaba la mesa para la cena. Allí advirtió Jesús que ante el plan de Dios el silencio de José, su padre, y su fe inquebrantable a pesar de no entender del todo, vale más que los discursos de sabios y poderosos, porque el Reino se revela a los que son como él, humildes y sencillos.
Si la pandemia nos hace volver al pequeño espacio de la vida cotidiana, como Nazaret para Jesús, podría ser una oportunidad para revivir los primeros pasos de la fe y los valores que nos han hecho ser lo que somos, los aprendizajes iniciales, las voces del comienzo, allí donde aprendimos nuestras primeras palabras y oraciones alumbrados por una vela antes de dormir.
Y quién sabe si de pronto descubrimos que, a pesar de la pandemia, volver al pequeño espacio de Nazaret, nos permite recuperar algo del amor del principio, como dice el Ángel a los creyentes de Éfeso (Ap 2,1); ese amor que brotó preparando la cena en familia, poniendo los cubiertos en la mesa, jugando con los amigos del barrio, saludando a los vecinos o rezando el Ángel de la guarda tomados de la mano del papá o la mamá. Y así, en la atmósfera de ese amor primero, en tiempos de pandemia y en medio de la vida del barrio, poder degustar de nuevo del árbol de la vida que Dios nos dio a probar por primera vez en el pequeño espacio de nuestro mundo cotidiano.
Marcelo Alarcón A.
Santiago de Chile, 13 de mayo