Pueblo de Dios, Iglesia y Reino de Dios.
La exagerada figuración del Papa, de los obispos y ahora del arzobispo de Malta en los Medios merece una reflexión porque distrae a los cristianos laicos de lo esencial de su vida de fe. Los escándalos, los cuestionamientos y las críticas institucionales, a ese nivel, desfuerzan la participación y la movilización de los fieles.
Para centrar una reflexión al respecto podemos partir recordando que Cristo no se afanó en organizar una institución sino que predicó el “Reino de Dios” o “de los cielos”. Volver al designo eterno de Dios para con la humanidad debe ser la preocupación central de todo cristiano. Jesús reunió doce apóstoles, les encargó la misión de predicar el evangelio del “Reino de Dios” a todas las naciones. Los primeros cristianos se reunieron en asambleas comunitarias llamándolas “Iglesia” en griego. Vale la pena volver a encontrar el sentido preciso de este concepto de “Iglesia”.
Otra idea que volvió a surgir con fuerza fue la del “Pueblo de Dios”. Esta ha sido menos utilizada en la historia pero el Concilio Vaticano II la enfatizó para mejorar la comprensión de la cohesión cristiana.
Conviene utilizar estos conceptos de “Iglesia”, “Reino”, “pueblo” a sabiendas que son imágenes simbólicas que tienen principalmente su historia en la Biblia. En los evangelios aparecen otras imágenes para describir la intervención salvífica de Dios y su realización histórica por los creyentes: la “Viña”, el “Rebaño”, la “Mies”, la “Pesca”, “la Novia”, la “Esposa, la Madre… Tradicionalmente se utilizó estas expresiones que pertenecieron a una cultura antigua, monárquica, campesinas…Para utilizarla hoy necesitamos actualizarlas y explicarlas para encontrarle su sentido para nuestra vida actual.
Denunciamos inicialmente que muchas de esas palabras se han tergiversadas. La palabra “Iglesia” por ejemplo está desvalorizada cuando se la entiende con la institución que se organizó en el curso de la historia que tiene su centro en el Vaticano y que se maneja con toda su estructura piramidal… También reservar la expresión “Iglesia” para los creyentes católicos es abusivo. Existen otras iglesias: ortodoxa, luterana, pentecostal… Más torpe todavía es la utilización de la expresión para designar edificios o templos.
Quienes utilizan estas palabras de “Iglesia”, “Reino”, o “Pueblo”, imprimen su concepción particular. Es así que un obispo en su afán pastoral subrayará fácilmente la Iglesia como el conjunto de parroquias y de movimientos de su diócesis. Un profesor de Teología se interesará al desarrollo de la idea del “Reino de Dios “en la Biblia si es exegeta. Si es canonista cuadrará la Iglesia en las legislaciones de la Institución eclesial. Un militante de acción católica preferirá la imagen de “pueblo de Dios” y rezará más fácilmente “Venga a nosotros tu Reino”. Una religiosa podrá insistir más en el sentido místico de la “Iglesia” entendiéndola como realidad espiritual, supratemporal.
Antes del Concilio Vaticano II existió una imagen simbólica que tuvo mucho éxito en la espiritualidad. Fue la imagen de la Iglesia como “Cuerpo” de Cristo. San Pablo usó la imagen del cuerpo (ICor,12,12ss) para incentivar la unidad de los cristianos. “Como el cuerpo es uno,… así también Cristo…”. Pio XII escribió su encíclica “Del cuerpo místico de Cristo” para definir la Iglesia a sus contemporáneos de la 2ª guerra mundial como una comunidad orgánica cuyo Cristo es la cabeza. Decían: Cristo es como el alma del cuerpo que es la Iglesia terrenal. Naturalmente esta imagen sirvió a la época para afirmar la autoridad jerárquica en la cristiandad católica y también su honorabilidad en el coro de las naciones.
La noción de “Reino de Dios” se reservó para el designio de Dios y menos para la suma organizada de los creyentes en la historia. Es la expresión preferida de Jesús (var. “Reino de los cielos”). La idea nació en la Biblia Antigua. Después del gran Rey David, la monarquía de Israel caía en una decadencia dramática. A pesar de la dominación extranjera y de todos los reyes frusleros que existieron, los profetas alentaron a los israelitas a esperar un Rey, un Mesías que iba a restaurar y llevar el reino de Israel a su éxito total como verdadero Reino de Dios. Cuando Jesús empezó a predicar, esta esperanza era viva a pesar de los reyes frusleros sometidos al imperio romano. Por esta esperanza murió y resucitó. Posteriormente, los apóstoles y los primeros cristianos viendo que el retorno de Cristo demoraba, empezaron a imaginar un “Reino de Dios” por establecerse escatológicamente al final de la historia humana. Poco a poco también se espiritualizó la idea del “Reino de Dios” que se estimaba ya empezado en el corazón de los cristianos. En la historia apareció la idea de un Reino de la luz y un reino de las tinieblas. Los protestantes predicaron ellos una doble gobernanza de Dios (los dos Reinos), una terrenal (el rey) y la otra espiritual (el evangelio mismo). Los misioneros católicos evangelizaron con la Cruz y la espada (el poder eclesiástico y el poder civil). Más recientemente, se promovió la devoción a Cristo Rey del universo. Ésta religiosidad propia de la acción católica preconiza una veneración personal y un servicio militante en el seguimiento de Jesús.
Nuestras mentalidades democráticas actuales, cuando piensan en el “Reino de Dios”, no piensan en un poder absoluto e impositivo de Dios (ejercido por sus representantes en la tierra) sino que sueñan como los profetas del Antiguo Testamento en una época de oro, en que Dios logra para nosotros y con nosotros una sociedad exitosa de justicia y de paz (en la tierra como en el cielo).
La imagen de “Pueblo de Dios” es, ella, más interesante en nuestros días por varios motivos. Su existencia en la Biblia se refirió principalmente al surgimiento del pueblo de Israel. Decir que la Iglesia es el nuevo pueblo de Dios es una imagen que el Concilio Vaticano II volvió a promover para complementar la del “cuerpo místico de Cristo” que se había un poco olvidada.
Muchos de nuestros contemporáneos utilizan a menudo la palabra “pueblo” peyorativamente para designar una clase social inferior. Los derechos humanos revalorizaron el concepto, declarando que muchos pueblos quedan todavía sin reconocimiento de su identidad propia como los mapuches, los palestinos…
La identidad de “pueblo de Dios” es sin duda bíblica. El antiguo Testamento cuenta como Dios se propuso salvar a la humanidad de su debilidad congénita eligiendo la descendencia de Abraham y pactando una alianza con un grupo nómade que sacó de Egipto y a quien dio una tierra. En toda su historia caótica, los israelitas no perdieron esa exclusividad de ser pueblo escogido. Jesús el hijo de Dios en su corta vida superó el racismo de esta convicción, no confinó sus apóstoles en una secta, al contrario, los mando a predicar a todos los pueblos. El evangelio es universal. Dios quiere salvar a todos los hombres. El pueblo de Israel pasó entonces a ser el paradigma del nuevo pueblo que forman todos los que creen en el hijo de Dios y muchos más como lo veremos.
El libro de la Apocalipsis en su imaginación fantástica describe la asamblea triunfal y final de Cristo. “Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar de toda nación, razas, pueblos y lenguas delante del trono de Dios…” ( Apoc. 7,9ss). Los cristianos cantamos: “Un pueblo que camina por el mundo gritando; ven Señor.”
Por más que el último Concilio dedicó un capítulo para desarrollar la idea de la Iglesia como “Pueblo de Dios”, en los capítulos siguientes volvió a insistir profusamente en su estructura jerárquica. El retroceso de la Iglesia institucional en las décadas siguientes aumentó la ambigüedad para poder calificar a la Iglesia que conocemos como “Pueblo de Dios”. Sigue una demanda cristiana de ser pueblo.
Limitarse a las percepciones tradicionales del Reino de Dios como proyecto divino es insuficiente, el cristiano de hoy necesita mejor aproximación. El Reino de Dios soñado es bonito pero el desafío es de anticiparlo en la tierra. Para esto es necesario tomar en cuenta los “signos de los tiempos”. Es necesario hablar del “Pueblo de Dios” a partir de nuestra cultura actual.
Las convicciones democráticas de nuestra época critican las estructuras antiguas de la Organización jerárquica de la Iglesia. Se celebra que el último Concilio quiso democratizar el sacerdocio común de todos los fieles, reconoce la diversidad de carismas y funciones en el pueblo cristiano. Pero la dificultad que tiene la Institución para abrir un nuevo estilo de igualdad y de participación opaca la identidad del cristiano de las bancas de las iglesias.
A veces sigue penando el particularismo del nefasto lema “Fuera de la Iglesia, ninguna salvación”. El universalismo al que la globalización nos obliga y que el Concilio Vaticano II también marco como una perspectiva no debe faltar en las prácticas eclesiales. Siguen manifestándose muchas dificultades de los cristianos de abrirse a sus hermanos separados desde la reforma. Los contactos a nivel cupulares son insignificantes. El adelanto del Reino necesita relaciones mucho más efectivas de las comunidades cristianas con sus pares de otras religiones. Sin la unidad de los cristianos no se puede hablar verdaderamente de “Pueblo de Dios”.
Otra idea de “Pueblo de Dios” surge con la solidaridad con los desfavorecidos y los pobres. Son los invitados especiales. Leer la parábola de los invitados al banquete nupcial (Mat 22,1ss). La opción para los pobres no puede ser paternalista, una mirada hacia afuera. Son los preferidos de Dios. El “A mí, lo hicieron” de Jesús obliga a instalarlos en medio de la Iglesia. Quien tiene duda de esto que vuelva a leer las bienaventuranzas “Bienaventurados los pobres porque suyo es el Reino de Dios”. Se dijo que la Iglesia de Vaticano II quiso se servidora pero no acepta ser pobre. De seguir clasista, pomposa y rica, la Iglesia nunca será buena imagen para ser “Pueblo de Dios”.
Los Obispos latinoamericanos gustaron resaltar la “religiosidad popular” pero, cuidado con esta expresión, porque existe un clero que se aprovechó de esto para promover el culto a los santos y lograr mantener una clientela religiosa sumisa. Esta penando todavía la antigua distinción entre la “aristocracia”, la “Iglesia clerical” y el “populacho”. Las expresiones de “feligresía”, del “rebaño”, de los “parroquianos, los devot(o)as, de los “laicos no consagrados” desmoviliza a los cristianos conscientes de su condición igualitaria de hijos de Dios, los margina de la institución que sienten como pasada de moda. Urge un cambio de las estructuras eclesiales, como hoy tantos cristianos lo piden.
Muchos escritos del magisterio recalcan la importancia de los laicos en la Iglesia. “Laico” es una palabra griega que significa “del pueblo”. Cuando se utiliza para calificar un estado o una educación, se entiende como una toma de posición no religiosa, una postura neutral. La secularización de la sociedad es un fenómeno que merece ser tomado en cuenta. Es una postura que busca vivir el mundo como si Dios no existiera. Es demasiado fácil declarar perniciosa gran parte de la sociedad que vive sin Dios. Pertenecen sin duda al “Pueblo de Dios” los sinceros de corazón que las religiones decepcionaron por disfrazar a Dios cuando no a pervertir su imagen, los artesanos de la paz, los ecologistas, las víctimas de las injusticias, las feministas. Pocos religiosos pueden ser pero “por sus obras los reconocerán”. Distanciarse de ellos para arrinconar en una iglesia particular es contrario a la solidaridad humana que construye el futuro del “Pueblo de Dios”. Su historia de ayer y del futuro incluyó e incluirá siempre lo mejor de la historia humana.
Para concluir, señalemos todavía que para mucha gente hablar de pueblo suena revolucionario. Pero sin extremismo, se puede unir a la oportuna invitación del Papa Francisco a los laicos y a la juventud en particular para asumir un rol activo en los cambios que requiere la Iglesia. Comunidades despiertas, líderes laicos críticos necesita el Pueblo de Dios, la Iglesia, el Reino de Dios.
Paul Buchet
Consejo Editorial de Revista “Reflexión y Liberación”