Aprobar para dignificar
Digámoslo directamente: en el próximo plebiscito de salida no está en juego solo la aprobación o rechazo de la propuesta del nuevo texto constitucional, sino la legitimación o no de un proceso que ha venido “desde abajo”. En este sentido, un triunfo del Rechazo significa restituir al fantasma portaliano con su idea de que solo la oligarquía puede ejercer la política, pues los pueblos están “incapacitados” para ello.
Un triunfo del Apruebo podría llegar a significar la impugnación de dicho fantasma, en el sentido de legitimar que la resolución de conflictos políticos pueda venir desde “abajo” y no desde “arriba”, trastocando así el sentido portaliano de la política chilena. Digo: un triunfo del Apruebo podría hacer eso, si dicha opción resulta lo suficientemente contundente para emanciparse de los partidos políticos que, en el último tiempo, han entorpecido su camino. Porque el punto decisivo es el de la “legitimidad” asociada al triunfo de cada una de las opciones: no se trata solo del texto, sino del proceso; no está en juego solo el “enunciado” (el texto), como el “lugar de enunciación” (el pueblo) que abre a tales enunciados.
El problema se plantea en torno a la legitimidad que tendría el pueblo para redactar una nueva Constitución, versus la propia oligarquía y sus “acuerdos”. Para ello, tenemos que asumir que la cuestión de la “legitimidad” no es algo dado, sino una situación ética y política que ha de constituirse colectivamente. Por eso, más allá de que los partidos oficialistas hayan ratificado varios de los artículos de la nueva Constitución al precio de su neutralización, el gesto inscribe una marca que signa un intento de usurpación de un proceso que no condujeron, que no gestaron y que simplemente no les pertenece, porque fue realizado contra ellos.
Partidos que “escuchan” a la “gente” (no al pueblo) vía “encuestas”, son los heraldos técnicos del neoliberalismo que están intentando apropiarse del proceso constituyente para terminar su tarea en el Congreso Nacional. ¿Está habilitado el Congreso Nacional para convertirse en un “poder constituyente”? De ninguna manera (¿qué legitimidad tiene para ello?) ¿Los parlamentarios pueden, por tanto, ejercer la tarea asumida por los convencionales? De ninguna manera. Fueron elegidos con las reglas del Antiguo Régimen para tareas legislativas y no constituyentes: ¿Cuál fue la voluntad popular cristalizada en el plebiscito del 25 de octubre de 2020? Que una Convención escribiera la nueva Constitución y no una “Comisión Mixta”. Fuerte y claro.
El Congreso no tiene ni la “credibilidad” (término técnico de la jerga estadística) frente a la ciudadanía (lo dicen las “encuestas” que tanto les gustan) ni la “legitimidad”, dado que su composición institucional pertenece enteramente al pacto oligárquico que ha sido destituido por la revuelta de octubre de 2019: la Constitución de 1980. ¿Cómo una institución del Antiguo Régimen podría “modificar” la propuesta del Nuevo Régimen? ¿De donde surgiría esa autoridad? La retórica que hemos escuchado en los últimos meses es que ese Congreso habría sido elegido “democráticamente”. ¿Todavía puede llamarse “democrático” un Congreso inscrito al interior de una Constitución corrupta, ¿instaurada por un régimen corrupto y que solo favoreció la concentración de corruptos?
En suma, ¿aún deberíamos admitir la ingenuidad de esa argumentación que abstrae del octubre de 2019 como si este jamás hubiera acontecido, y como si la simple formalidad de una institucionalidad ya destituida pudiera aún ser reducto de cierta legitimidad? Más aún: los defensores del Rechazo autodenominados “centro-izquierda” nos dicen que de ganar en la próxima elección se ratificaría la decisión popular de una Convención.
Sin embargo, hay una trampa: de repetir el proceso, la derecha estará más fortalecida. Pues el solo hecho de repetir y fracasar el Apruebo en esta “primera vuelta” le devuelve el poder a la derecha. No solo por la pasada elección de Kast en la que recompuso su fuerza, sino por la nueva campaña del Rechazo que, de ganar, significará una restitución parcial de su otrora hegemonía. Para ellos, el problema reside en que en el juego propuesto inicialmente por ellos (el Acuerdo del 15 N) perdieron más de lo que pretendían, pues en la elección de los convencionales no lograron anudar siquiera el tercio político que les habría permitido vetar y mantener así la necesaria hegemonía sobre el proceso constituyente; el curso de la Convención Constitucional se les fue de las manos y no pudieron controlarla del todo.
Así, optaron por boicotearla desde el primer momento, pues sabían que su participación sería irrelevante por no haber alcanzado el tercio necesario para ejercer hegemonía. Así, la posición de la derecha se resume en: propongo jugar un juego (Acuerdo 15N). Pierdo en el juego cuyas reglas yo mismo propuse y, entonces, decido invalidar dicho juego y repetirlo, acusando que me han dejado fuera cuando en realidad perdí con las propias reglas propuestas. Una estafa de marca mayor que pagaremos caro en caso que gane el Rechazo y se repita el proceso pues, de hacerlo, bajo la investidura “democrática”, la derecha volverá con mayor fuerza para ganar el tercio necesario que no pudo lograr en la primera jugada. Por eso no hay que repetir, sino legitimar el juego inicial que, sin embargo, fue parcialmente modificado –asumiendo mayor grado de democratización- durante su proceso y llamar a votar Apruebo sin más.
Los “serios” quieren volver. “Serios” que conforman el “partido portaliano” en su fase neoliberal que nunca gustó de la sublevación de octubre de 2019 ni de la conformación de la Convención Constitucional, cuando los partidos tradicionales no lograron mayorías. Amenazando con romper la tradición “portaliana”, según la cual la política la ejercen un conjunto de iluminados plenos de “virtud” (oligarquía) para conducir autoritariamente a un pueblo, supuestamente, lleno de “vicios”, la nueva Constitución no solo fue redactada bajo el asedio permanente de dicho partido (que iba desde la derecha y su boicot, hasta el progresismo y su letargo de tan poca astucia), sino justamente en virtud de un movimiento de evasión de la usurpación histórica contra las grandes mayorías.
La nueva Constitución no es ni “partisana” ni conforma la absurda metáfora de la “casa de todos”. Más bien, ella es de las grandes mayorías para las grandes mayorías, única alternativa para equiparar las relaciones de poder en un país donde un sector minoritario actúa como mayoría porque goza de la concentración económica, política y mediática que le ofreció la dictadura y le permitió la democracia. Por eso, más allá de los acuerdos urdidos por partidos con poca credibilidad, lo único cierto es que llegó el momento de Aprobar.
Aprobar para ir más allá del putrefacto cuerpo “institucional” de Pinochet que aún asedia nuestro presente. Aprobar para abrazar lo único que el pacto oligárquico instaurado por la dictadura intentó destruir: la dignidad. Por eso, nuestra fórmula para ir a votar el próximo 4 de septiembre podría resumirse así: Aprobar para dignificar. Porque de ganar el Apruebo, no será gracias a los partidos y sus extraños acuerdos sino, nuevamente, a la movilización de los pueblos de Chile. De ellos nació el proceso y con ellos seguirá.
Rodrigo Karmy / Doctor en Filosofía. Académico de la Universidad de Chile.