Pequeña pneumatología de la cocina a leña
Hace unos días, exultante como nadie, había conseguido algo que, en mis años de vida, no había logrado acometer: encender una cocina a leña. Sí, aunque parezca algo extraño decirlo. Pero no lo es tanto.
Durante años le había hecho el quite al asunto, considerando que no era muy bueno para los menesteres relacionados al fuego. Toda una vida funcionando en torno a la cocina a gas, con la facilidad con que ejerce su importantísima función, era más que suficiente para que, siquiera, intentara darme a la tarea de tomar un leño, meterlo dentro de algún aparato calorífero, y encenderlo.
He ahí, lejos, mi gozo. Estuve subiendo y bajando las escaleras de la casa para ver cómo estaba el fuego, si este menguaba y, en ese caso, tomar más leña para echarla en su interior. Más aún, en su condición de cocina, podía dejar la tetera y esperar a que la cocina acometiera su trabajo. Tremendo aparato.
Mirando lo increíble de mi acto, también comencé a darle vuelta a unas ideas en torno al mismo y su relación con el Espíritu, del cual hoy celebramos su llegada a los atónitos apóstoles que, junto con María de Nazareth, fueron presa de un fuego que les hacía pregonar las maravillas de Dios (cf. Hch 2, 12). Es un pequeño ejercicio de teología metafórica, en donde el espacio de la cocina a leña se revela como transparencia sacramental (según lo que expone brillantemente Leonardo Boff, en su famoso opúsculo Los sacramentos de la vida o la vida de los sacramentos). Es una pneumatología desde lo común, lo simple, lo que vemos en el día a día.
Partamos…
Para empezar, es necesaria la leña. Sin leña, no es posible ninguna combustión dentro de la cocina a leña. Es la leña, por lo demás, la que se quema, y ese elemento somos nosotros mismos. Nosotros en esa espera, lenta, exasperante a veces, angustiosa ante la (aparente) ausencia del Maestro. Estamos ahí, en la leñera, esperando el momento, la ocasión.
Para encender la leña, es necesario que exista una corriente de aire que se mueva. Para ello está una pequeña compuerta fuera de la cocina, y el «tiraje», que conecta con el exterior. Sin ambos elementos, es imposible que haya fuego. El Espíritu aparece. Para que encendamos, para que nos iluminemos de ardor por el Reino, necesitamos esta corriente, pedir ese soplo (Ruaj, en hebreo), para que nos abrace, nos envuelva, y así comenzar a ser abrasados, para convertirnos en calor, en luz, para que nos defienda (Paráclito: defensor) del mal y las dificultades nuestras y externas que puedan impedir la presencia del Viento-Vida.
También es bueno precisar que, para prender la leña, se necesitan la ayuda de papeles, cartones, para que comience la combustión, como una previa. Es el paso de la vida, ciertas figuras, ciertos espacios, experiencias positivas o negativas, personas queridas o enconados enemigos, los que han dado inspiración (in-spirare, soplo, como el del Ruaj) a los pasos que nos llevan al encuentro con el Espíritu de la vida prometido.
Así como el «tiraje» y la pequeña compuerta pueden generar viento, su ausencia impide cualquier posibilidad de encendido. Donde pongamos obstáculos, donde existan vallas que no hagan circular al santo Espíritu, es imposible que los creyentes puedan encender al mundo (cf. Lc 12, 49). Negar siquiera que Dios actúe es una posibilidad que la libertad puede suscitar. Pero quien decide ponerse a caminar con Jesús de Nazaret puede convertirse en fuego que enciende otros fuegos (como dijera san Alberto Hurtado), permitiendo al Espíritu Santo volverse danza de calor y vida.
Cuando la cocina a leña se sobrecarga de cenizas, producto de la combustión, el fuego no logra siquiera encender, a pesar de todo el movimiento aéreo de su interior. Cuando ponemos óbice al cambio, a la necesidad de renovarnos en nuestra vida personal y comunitaria, cuando creemos que determinadas costumbres de la Iglesia son tan (o más importantes) que el mismo Evangelio, por más que imploremos, por más que sintamos la presencia del Espíritu y sus dones, si no dejamos espacio para un fuego renovador de todo, simplemente no hay efecto, y es como si nunca hubiese transitado la ruaj. Apenas quedan cenizas, restos de fuego que antes estaban y que hoy algunos defienden a ultranza.
Cuando la leña de la cocina está plena de humedad (inútil en estos casos), el humo resultante es blanco, denso, pero poco propicio para el calor final. El Espíritu, si debe actuar, debe hacerlo en un corazón humilde, que se vacía de sí para tomar el don y convertirlo en calor total. Si pretendemos llenarnos de humedad estéril, de pretender que nos las sabemos todas por libro, nada que hacer. El fuego podría prender, sin duda, pero no estará a la altura de una leña que está dispuesta, en su sola «maderidad», a darlo todo, bajo la llamarada intensa del Espíritu.
Cuando la cocina logra encenderse bien, cuando la leña está en su punto y llamea con fuerza, todos los miembros de la casa se reúnen, y viven la cotidianidad, la cercanía, el gozo. En torno al fuego se genera la comunión. Quienes están llenos del Espíritu Santo y han vivido su particular Pentecostés, pasan a convertirse en lugar y presencia de unidad, de comunidad, de fiesta y de esperanza esperada y por-llegar. No son simples maderas vacías, cuencos estériles. Se han vuelto fuego que enciende la realidad, fuerza creativa y que la hace propicia, que la llena de la vida rebosante de ardor de los discípulos de Jesús el Nazareno. En sus vidas hay algo que se les nota, es la pasión, pasión que incendia no para transformar a los demás en combustibles para sus egos. Son fuegos que encienden toda la vida, que quieren otra vida, que quieren el Reino y lo llevarán en el corazón hecho brasas.
Para concluir vale la siguiente pregunta: ¿se puede hacer teología, en todas sus ramas, a partir de algo cotidiano como una cocina a leña? Por supuesto, y es hasta una exigencia para un tiempo en que, harto de discursos abstractos y encendidas cátedras de intelectuales, necesita escuchar las palabras de Jesús en un lenguaje cercano, sencillo y profundo a la vez. Como lo hacía Jesús, lejos de mejor manera que yo. Lleno de su realidad concreta en cuanto habitante de la Palestina, el Nazareno enseñaba a partir de la experiencia vital propia y de tantas y tantos sencillos, en la vida diaria de su Nazaret y de los sitios que visitaba. Sabiduría genuina, que no necesitaba más que un corazón lleno de su Padre, en unión total.
Que el Espíritu Santo los inunde de sus dones ahora en Pentecostés y en cada día, y que puedan, por su inspiración, ver la vida entera con ojos proféticos, ojos que ven en lo aparentemente simple la vida auténtica que nos propone Dios Uno y Trino, en Jesús, que nos regala su presencia por el Espíritu.
Ahora, con su permiso, espera la once. En torno a la cocina a leña.
Luciano Troncoso Gutiérrez – Bachiller Canónico en Teología