Pandemia: La religión ausente
Una de las cosas más extrañas y elocuentes, que estoy viviendo con motivo de la pandemia, es que, cuando se habla de este asunto (en la tele, en la prensa, en las tertulias, donde sea…), salen a relucir, como es lógico, la medicina, la economía, la política, la ciencia, las leyes, las costumbres…
O sea, se habla de todo. Menos de una cosa: la religión. A veces (raras veces) se hace mención de la generosidad del Papa, de algún obispo que ha hecho algo llamativo o quizá de algunas monjas que hacen lo que pueden en barrios o países pobres. Pero, de la religión como factor que puede ser importante en la solución de este enorme problema, a nadie se le ocurre ni mencionar tal cosa, por lo menos como posible ayuda para la solución de esta enorme amenaza que tanto nos preocupa y hasta nos abruma.
¿Qué le ha pasado a la religión? Me lo pregunto porque estoy seguro de que hay personas, quizá bastantes personas, que le rezan a Dios para que nos ayude a superar esta enorme desgracia. Pero de estos sentimientos religiosos, la mayoría de la gente ni se atreve a mencionar en público si reza o deja de rezar. Por eso, yo insisto en mi pregunta: ¿qué le está pasando a la religión?
El problema, que se nos plantea con esta pregunta, es – me parece a mí – algo más complicado de lo que algunos se imaginan. Porque es un hecho que, en las sociedades más industrializadas y más ricas, a medida que la tecnología y la economía se desarrollan, ocurre que las normas culturales y religiosas tradicionales se deterioran y hasta se debilitan, llegando a perder en gran medida la presencia púbica que tuvieron en tiempos pasados y cualquiera sabe si volverán (cf. Ronald Inglehart).
Por lo general, el hecho que acabo de apuntar se suele interpretar como un progreso. Por supuesto, un progreso que tiene un precio: a más ciencia, más tecnología y una economía más poderosa, la moral y las costumbres tradicionales se deterioran; y con semejante deterioro, la religión se va quedando también marginada. Esto, por lo menos a primera vista, parece un hecho incuestionable.
Sin embargo, tenemos que insistir en una pregunta elemental: ¿es todo esto realmente así? Quiero decir: ¿podemos asegurar tranquilamente que, a más ciencia y más tecnología, con el consiguiente deterioro de la religión, por eso mismo la sociedad se va desarrollando, la humanidad se está perfeccionando y las futuras generaciones alcanzarán metas y logros que no imaginamos?
Sinceramente, yo creo que ya tenemos argumentos abundantes, por lo menos, para sospechar (con fundamento) que los entusiastas defensores de los indiscutibles logros de la ciencia y del progreso, de las técnicas y de la economía, en realidad son unos desorientados, que no se han dado cuenta de la espantosa hecatombe en la que nos hemos metido, con nuestros prodigiosos avances en la más refinada tecnología y nuestra religión confinada en el desván de los recuerdos.
¿Por qué digo esto? Porque, si todo este problema se piensa a fondo, pronto se da uno cuenta de que ni todo, en la ciencia y la tecnología, es tan positivo como muchos se imaginan; ni todo, en la religión, está que hace agua. Baste pensar que la ciencia y la tecnología dependen de la economía. Y no de cualquier economía. Porque dependen del sistema económico establecido, que es el sistema que rige y manda en el mundo. Un sistema que, “de facto”, y sea cual sea la teoría que cada uno tenga, el hecho es que se trata de un sistema que produce el insaciable incremento del beneficio económico de unos pocos a costa de la dependencia y el empobrecimiento de todos los demás.
Por supuesto, yo no soy economista. Pero tampoco me chupo el dedo. Y de sobra sabemos que la economía mundial funciona de tal manera, que, a una velocidad creciente y alarmante, el capital mundial se va concentrado más y más, cada año, en menos y menos personas, que son las que rigen nuestras vidas, por más que ni se nos pase por la cabeza semejante atrocidad. Sobre todo, sabiendo, como bien sabemos, que más de la mitad de la población mundial no puede disponer de la atención médica indispensable, ni se puede alimentar para seguir viviendo.
Pero hay algo más, que nunca habíamos imaginado. Nuestro incontenible y flamante desarrollo científico y tecnológico produce tal y tanta contaminación atmosférica, que, como a nuestro flamante desarrollo no lo contengamos o le demos otra orientación, a nuestros nietos les dejaremos seguramente la espantosa herencia de tener que asistir a la destrucción total del planeta tierra.
Pero nos queda la segunda parte: la marginación y el deterioro de la religión. Me refiero, puesto que soy cristiano, a la religión que vivo, desde mi infancia. La religión que ha dado y da sentido a mi vida. Además, he dedicado mi trabajo, mis estudios y mi profesión al estudio y la enseñanza de esta religión, que intento vivir y transmitirla a los demás.
Dicho esto, lo primero que, a mi manera de ver, se debe tener en cuenta es que el cristianismo (como les ocurre a otras religiones), por una presunta fidelidad a sus orígenes, se ha quedado muy atrasado con respecto a la cultura y a los acontecimientos que estamos viviendo. Baste pensar, por poner un ejemplo, en lo que ocurre con la liturgia y en la celebración de los sacramentos. Mucha gente no sabe que esas ceremonias, tal como han llegado hasta nosotros, en su lenguaje, sus vestimentas, sus rituales y la justificación ideológica de su contenido, en muchos de los aspectos que los fieles perciben, son costumbres y tradiciones medievales. Por no hablar de los templos, catedrales, palacios y otras solemnidades, que le hicieron decir a san Bernardo, en un escrito dirigido al papa Eugenio III (s. XII), que, revestido de seda y oro, en su caballo blanco, parecía más el sucesor de Constantino que el de san Pedro. Y sabemos que la religión, que hoy tenemos, es el residuo anacrónico de aquellas vanidades.
Y lo peor del caso es la mentalidad – o sea, la teología – que justifica esas cosas. Una teología que, en no pocos tratados y cuestiones, ni afronta, ni responde, a los grandes temas que ahora interesan a la mayor parte de la sociedad. Por eso insisto, una vez más, en la necesidad apremiante, que tenemos, de recuperar la centralidad del Evangelio en la organización de la Iglesia y en la vida de los cristianos.
Por supuesto la Iglesia afirma y defiende que el Evangelio es eje y centro de la Iglesia. Pero nunca deberíamos olvidar lo que tantas veces ha dicho el papa Francisco: el Evangelio es, ante todo, una forma de vivir. Una vida en la que se destacan dos grandes problemas, que son las dos grandes preocupaciones que tuvo Jesús: la salud y la economía. Justamente, los dos grandes problemas que hoy tenemos que afrontar los humanos, sean cuales sean nuestras creencias y dada la mundialización de la pandemia que sufrimos.
Por esto se comprende la insistencia de los evangelios en los relatos de las curaciones de enfermos. Hasta 67 relatos sobre este asunto, que dejan patente hasta qué extremo a Jesús le interesaba y la preocupaba el tema de la salud y la vida. Y junto a la salud, la economía. Que es el tema de fondo, que plantea el Evangelio cuando Jesús llamaba a los discípulos y a la gente a “seguirle”. En efecto, según los evangelios, cuando Jesús llamaba a que alguien le “siguiera”, no ponía nada más que una condición: “dejarlo todo”. Llama la atención que esto justamente es el tema capital en el que los evangelios insisten hasta tales extremos, que no siempre es fácil explicar lo que Jesús pedía (incluso abandonar el entierro del propio padre: Mt 8, 18-22 par).
Sin duda alguna, da pena pensar cómo la teología cristiana ha desplazado el tema del “seguimiento de Jesús”. De forma que el tema-clave de la “cristología” (Joahn B. Metz) lo ha deformado interpretándolo como un tema de “espiritualidad”. Los discípulos de Jesús conocieron al Maestro, “siguiéndole”, viviendo con él y como él.
Si cuando hablamos de la pandemia del corona-virus, la religión no interesa, es evidente que a los hombres de la religión les resulta más cómodo y lucrativo celebrar ceremonias, ritos y liturgias, que enfrentarse a una política y una economía que se interesa más por el poder que por la salud para todos por igual y una economía que no tiene como proyecto el beneficio, sino la salud y el bienestar para todos.
Es evidente que, si planteamos la religión como la planteo y la vivió Jesús (según el Evangelio), no cabe duda que cuando hablemos de la pandemia del virus, si es que tratamos el tema en serio y hasta el fondo, antes o después, tendremos que hablar también de religión.
José María Castillo – Teólogo
Teología sin Censura