Poblete: un hombre sin compañía
Lo más notorio de todo lo que se ha sabido de Renato Poblete —descontada su conducta abusiva y, al parecer, perversa— es la soledad y el aislamiento en medio del que vivió.
Era un anacoreta, un náufrago social.
A pesar de que todos brindaban en las cenas de pan y vino (y nadie se resistía a asistir a ellas); a pesar de que en las páginas sociales solía vérsele rodeado de personas que sonreían en su presencia, lo abrazaban y pujaban por salir en las fotos (mostrando que le eran cercanos); a pesar de que le daban dinero (que él destinaba, con estricta racionalidad administrativa, a labores no estrictamente evangélicas); a pesar de que muchos presumían de su relación con él y relataban el trato que con él poseían desde antiguo (logrando así una leve pátina de ser solidario); a pesar de que fue capellán del Hogar de Cristo y dirigió por tanto una organización en la que muchas personas se ganaban la vida (y debieron por eso interactuar cotidianamente con él); a pesar de que muchos periodistas apagaban frente a él su ánimo crítico (y en sus entrevistas se transformaban en fieles y propagandistas de su quehacer), y a pesar de que él perteneció a la Compañía de Jesús (cuyo solo nombre indica que quien es de ella debe vivir en comunidad), el cura Renato Poblete era un hombre solitario, un hombre sin compañía, carente de amigos, un anacoreta, un sujeto asocial, un ermitaño, un cenobita, un verdadero eremita, un sociópata.
Debió ser así. Sin duda.
Porque si no fue así, ¿de qué otra forma explicar que quienes salían en las fotos con él y presumían de su amistad, como quien presume conocer a una estrella de rock o a un santo, declaren ahora que lo vieron nada más que una o dos veces en una relación apenas episódica y superficial, motivo por el cual nada pudieron advertir de las conductas abusivas que mantenía?
Ese rasgo del cura Poblete, que salta a la vista después de saber que quienes le daban dinero y lo invitaban no lo trataron (de suerte que a ninguno puede reprochársele haber tolerado su conducta), agrega por supuesto una dimensión milagrosa y sobrenatural a la obra que realizó, ¿y acaso no es una prueba de que la mano de Dios (que a veces escribe con líneas torcidas) estaba tras él el hecho de que a pesar de ser asocial lograba que se le diera dinero? ¿Y todo ello no obstante que los donantes, los mismos que se sacaban fotos sonrientes con él y brindaban en las cenas solidarias, lo habían visto, según se sabe ahora, nada más que dos o tres veces? Es sencillamente prodigioso que si nadie lo conocía fuera capaz de convocar a tanta gente, desatar tanta generosidad, tanta euforia de amor sencillo, y dar lugar a esa moda espiritual del buenismo escenificado en las cenas de pan y vino.
No hay duda: ¡Milagro!
A menos, claro (pero conociendo la corrección de quienes lo solían invitar y dejar los persignara), que esté ocurriendo con Poblete lo que Pedro hizo con Jesús: que sus viejos amigos que en su momento hicieron la vista gorda ahora (para ocultarse ellos y su lenidad) lo nieguen una, dos, tres veces.
La situación de sus viejos amigos no es, desgraciadamente, muy distinta a la de la Compañía de Jesús, cuya declaración —leída por el provincial— tantos tontamente aplauden como si fuera un gesto de nobleza.
Y es que de nobleza no tiene nada.
Porque, vista con imparcialidad la declaración que ha hecho el Provincial, es un objetivo alegato exculpatorio.
Y es que la investigación —si se cree el resumen que se dio a conocer— no hace otra cosa que presentar al cura Poblete como un extraño, un sujeto que nadie, ni el provincial, ni quienes vivieron o trabajaron con él, conocían. Se formó desde joven con los jesuitas; reunía dinero en su nombre exhibiendo su condición de jesuita; lo gastaba para tejer redes de dominación con sus víctimas; dirigía el Hogar de Cristo; iba a la televisión adornado con la cruz en la solapa; firmaba SJ a continuación de su nombre, y resulta que la Compañía ni supo ni pudo saber en qué pasos andaba, de manera que, salvo el detalle de una falta ética, carece de responsabilidad y, en vez de reconocer alguna responsabilidad, pretende sumarse a las víctimas. Y todo el daño y los actos de abuso que el cura cometió, según sostuvo el Provincial, se deben simplemente a una astucia sobrehumana, casi diabólica de Poblete, una astucia que le permitió prevalerse de la Compañía y ocultar durante medio siglo a ella y a medio mundo su conducta.
Nada de eso es creíble.
No es correcto que se quiera mudar el vicio en virtud transformando ahora un alegato de irresponsabilidad (el que, compungido, leyó el provincial ante los medios) en un ejemplo de transparencia y honradez.
Los voceros de la Compañía de Jesús están obviando la negligencia que hizo posibles los abusos sexuales cometidos por Poblete, y están al borde de ejercitar un abuso intelectual con el público, estrujando así peligrosamente la confianza que gracias a sus miembros normales, honrados e inteligentes, que no hacen gárgaras de santidad —que los tiene—, aún le restan a la orden.
No es sensato, ni intelectualmente decente, aceptar que el cura Poblete se transforme ahora, por el silencio de sus amigos benefactores y la declaración del Provincial, en un hombre cuya falta de compañía exculpa a todos los demás.
Carlos Peña – Rector de la Universidad Diego Portales
El Mercurio