La Iglesia una comunidad de pecadores en camino de conversión
Jn 14, 23-29.-
El evangelio es un fragmento del “Sermón de la Cena”, el largo testamento de Jesús en la noche del Jueves Santo. En la despedida, Juan coloca en labios de Jesús el resumen final de su mensaje: guardar la Palabra, amar como Dios nos ama, recibir el Espíritu de Jesús, permanecer en la paz.
Juan es capaz de hacer formidables síntesis. Su evangelio es una reflexión final de la fe de los Testigos, y todo en su mensaje se relaciona y se hace un solo mensaje: Dios-amor habla en Jesús y mora en los que aceptan a Jesús: el Espíritu está en ellos: cuando Jesús no está, el Espíritu sí que está, y la Iglesia siente la paz, aun en medio de la ausencia de Jesús y de las persecuciones.
Este es un domingo para renovar nuestra fe en la Iglesia, para profundizar, más allá de lo que vemos y criticamos, para ver en el fondo de la Iglesia la Presencia del Espíritu de Jesús. Es un domingo para avivar nuestra fe en Dios, en Jesús, en la Iglesia y en la Humanidad.
Partamos de la imagen de Juan en el Apocalipsis: el final es el triunfo de Dios. El final de la Iglesia y de la humanidad es “la ciudad perfecta”, donde no hay llanto ni muerte, ni hace falta templo ni luces de astros, porque Reina Dios en todos.
Esta visión, sin embargo, es un símbolo limitado, muy material. Ha servido para imaginarnos el cielo como una corte real, todos pasmados en la contemplación de la divinidad. Son símbolos muy externos. La realización humana en Dios no es estar en un lugar sino el resultado final de la conversión. Dios no reina desde fuera y desde arriba, sino desde dentro. El triunfo de la humanidad es la desaparición del pecado y de la condición temporal del hombre, la desaparición de la fe. No podemos dejar que estas imágenes sustituyan a su propio mensaje.
Pero las imágenes nos ofrecen la posibilidad de hacer un acto de fe en el triunfo de Dios, en el destino de la humanidad, en que esta Iglesia que ahora vemos tan manchada está llena de ese Espíritu que allí será una evidencia, una vez superados los pecados de la propia Iglesia.
Porque la Iglesia no es una comunidad de santos. Es una comunidad de pecadores en camino de conversión. Y menos mal que es así: si fuera una comunidad de santos, yo no podría formar parte de ella. Es una comunidad de gente como yo, con pecados como los míos. Y los pecados de todos afean el rostro de la Iglesia y obstaculizan nuestra fe y la de los demás.
Esta es la imagen que nos muestra, con tanta claridad, el libro de los Hechos. Una Iglesia con dudas, tensiones y disputas. No tienen demasiado claros ni siquiera algunos aspectos esenciales de la fe cristiana: hay en ella facciones diferentes, los judaizantes, los helenizantes, los discípulos de diversos maestros.
Pero es una comunidad que se caracteriza por algo sumamente básico: atienden al Espíritu, oran para encontrar la Palabra, y el Espíritu se muestra en la comunidad, superando los intereses y las obcecaciones de cada uno. El Libro de los Hechos debería ser conocido a fondo por todos los cristianos. Es una formidable meditación sobre la Iglesia.
Pero lo más hondo de todo este Espíritu se expresa en el Evangelio de Juan. Una vez más, resuena la imagen del Libro del Éxodo: “Haremos morada en él”. La Morada era la Tienda de Dios en medio de las tiendas de su pueblo. Jesús es presentado por Juan en el prólogo de su evangelio como “La morada de Dios entre los hombres”. Ahora la Palabra se hace más íntima. Nosotros somos la Morada de Dios. Nosotros… si está en nosotros el amor, porque ésa es la señal de los cristianos, en eso se nota si Dios está aquí. Y en nada más.
Jesús está hablando a un grupo que necesita aún convertirse a su mensaje. Han entrado en el cenáculo discutiendo sobre quién es el mayor, y han preguntado a Jesús si es ése el momento en que va a instaurar su reino: no se han enterado de nada. Jesús les ha contestado lavándoles los pies. Y Juan coronará el mensaje en su primera carta dejando claro que el amor no es un sentimiento, sino obras, servir a los hermanos. Así -sólo así- se muestra la presencia de Dios, en nosotros y en la Iglesia. Así -sólo así- se muestra que, ahora que Jesús no está, su Espíritu está en la Iglesia.
Es importante el último mensaje: la paz. No es simplemente la tranquilidad la satisfacción. Es que no tenemos miedo de que Jesús no esté. La Iglesia no depende de los pecados, ni siquiera de los aciertos de los hombres, ni siquiera de sus propios pastores. La Iglesia es obra del Espíritu, y el Espíritu de Jesús está aquí. Y sigue vivo el amor, el servicio, la búsqueda de la Palabra. La Palabra es cada vez más escuchada, el servicio es cada vez más atendido, la Eucaristía es cada vez mejor celebrada: la Iglesia está viva, animada por el Espíritu de Jesús.
CREO EN LA IGLESIA
Creo en Jesús, el hombre lleno del Espíritu,
Morada de Dios entre los hombres.
Creo en el Espíritu de Jesús,
el Espíritu de Dios que en Jesús se hizo visible,
Espíritu que nos hace clamar: “Abbá, Padre”.
Creo en la Iglesia,
comunidad de los que creen en Jesús,
que vive de su mismo Espíritu.
Doy gracias a Dios porque en la Iglesia
he conocido a Jesús.
Doy gracias a Dios porque en la Iglesia
escucho y recibo la Palabra,
y experimento el perdón.
Doy gracias a Dios porque en la Iglesia
celebro el recuerdo de Jesús / pan
y comulgo con él
y con todos los hombres mis hermanos.
Y pido a Dios por nosotros, la Iglesia,
para que sea una, santa, universal, apostólica,
para que se deje llevar por el Espíritu,
para que sirva a todos los hombres
y pueda así ser para todos
la Buena Noticia de Jesús.
+ José Ruiz de Galarreta S.J.