La vocación básica de todo Cristiano
Seguimos haciendo una lectura semi-continua del evangelio de Lucas, aunque saltando algunos pasajes. El domingo pasado veíamos a Jesús al principio de su predicación, en Nazaret. Lucas lo lleva después a Cafarnaúm donde empieza su predicación y sus curaciones. Su fama se extiende, de manera que todo el mundo acude a escucharle.
El tema de fondo es la vocación de los primeros discípulos, dos parejas de hermanos: Simón y Andrés, Santiago y Juan. La vocación de los discípulos se refiere en los cuatro evangelios:
+ Juan 1:35-51,
+ Mateo 1:16-22,
+ Marcos 1:16-20.
Mateo y Marcos dan una versión semejante: Jesús pasa por la orilla del mar y llama, sin más, a las dos parejas de hermanos. Ellos dejan las redes y le siguen. Lucas lo presenta más dramático, como consecuencia del asombro por la pesca milagrosa. Juan no hace referencia alguna ni al mar ni a la pesca: habla solamente de llamamientos personales, directos; el orden del llamamiento es distinto, y el número de los llamados es mayor.
Esto nos indica por una parte la diversidad de fuentes utilizadas por los evangelistas, aparentemente tres. Por otra parte, el escaso interés de los evangelistas por el género estrictamente histórico. Importa, mucho más que los sucesos exactos, el significado de esos sucesos. Incluso lo que sucedió puede ser modificado si esto es conveniente para dejar más claro el significado, el mensaje.
En este evangelio, por ejemplo, la abundancia de la pesca es sobre todo simbólica, y se repite en varios pasajes: indica la abundancia del Reino, contrapuesta a la pobreza de la vida sin Dios.
Lucas nos muestra el reclutamiento de los primeros discípulos en el contexto de la admiración del pecador ante el poder de Dios. Es por tanto una línea paralela a la de la vocación de Isaías. Atraídos por la santidad de Dios, a pesar del pecado, enviados por Dios. Pero esta vez no se trata de clamar anunciando los castigos futuros. Esa imagen de Dios intolerante con el pecado es ampliamente superada por Jesús. Se trata de “pescar”, es decir, salvar de las aguas del pecado. No son elegidos sólo para profetas sino para salvadores, libertadores como Jesús, que es Dios-con-nosotros-Salvador.
Es claro que los tres textos por tanto dan tres “versiones” diferentes del mismo tema, la vocación del apóstol, insistiendo en los mismos aspectos: la desproporción de la misión con la pequeñez del elegido; la posibilidad de realizarlo por la fuerza de Dios.
Es claro también que los elegidos no lo son por sus méritos. Ni siquiera por sus aptitudes, por sus cualidades. Es un tema habitual en toda la Escritura. Moisés es elegido a pesar de que no sabe hablar correctamente. David es elegido siendo el pequeño, el menos importante de sus hermanos… y muchos otros casos más. El ejemplo mayor sin embargo es el mismo pueblo de Israel, el más insignificante de los pueblos, y, además, pueblo rebelde ante Dios. Todo esto se interpreta siempre así: para que veáis que no son vuestras fuerzas sino el poder de Dios que está con vosotros.
Esto podría interpretarse en el Antiguo testamento como un alarde de Yahvé. Las victorias sobre los enemigos son victorias de Dios; Israel es sólo un instrumento, patéticamente desproporcionado. Esta es sin duda una lectura adecuada del famoso Paso del Mar, en el Libro del Éxodo.
Pero esta línea llega a su madurez en el Nuevo testamento. Los discípulos no son elegidos para hacer proezas militares luchando contra otros hombres u otros pueblos. Su único enemigo es el pecado y lo es porque es el enemigo del ser humano: esa es la única batalla de Dios. Los pecadores no son enemigos, sino enfermos, víctimas del pecado.
La imagen de “pescar” tiene mucho más significado que el que nosotros percibimos desde nuestra cultura. El mar es para nosotros un elemento de la naturaleza, más bien bello aunque inmenso. Para Israel el mar y todas las aguas caudalosas siempre son imagen del caos, de la oposición a Dios, del pecado.
- Poner las aguas en su sitio es lo primero que hace Dios al crear, inmediatamente después de hacer la luz.
· Noé el justo es salvado por Dios de las aguas del diluvio, provocadas por el pecado.
· Moisés y el Pueblo son salvados de las aguas, del Nilo y del Mar.
· La última oposición a la entrada en La Tierra es el difícil (¿?) paso del Jordán, milagrosamente resuelto por el poder de Dios.
Aunque en el contexto del desierto el agua es la vida, esto se reduce a los pozos y a los manantiales. Las grandes masas de agua son el caos, el poder de lo incontrolable, el pecado del que triunfa sólo el poder de Dios.
Dios se presenta como “El que salva del Caos”, en el Génesis de modo muy genérico; en el Éxodo como salvador político del pueblo y más tarde, por medio de La Ley, en la Teofanía del Sinaí. El pecado es el Caos: la palabra de Dios, los Diez Preceptos, vienen a poner orden en ese caos. Es una simbología paralela a la de la luz. El pecado es caos y oscuridad: Dios trae el orden y la luz.
En esta misma línea, cuando los evangelistas presentan a Jesús caminando sobre las aguas, calmando la tempestad, salvando a Pedro de las aguas, provocando pescas milagrosas, enlazan con toda la línea del Antiguo Testamento que acabamos de exponer y nos muestran, de manera gráfica, con imágenes más que con palabras, que ahí está el Espíritu del Señor, el mismo que puso orden en el caos primigenio, el mismo que salvó a Noé y a Moisés y al Pueblo.
Por tanto, y una vez más, lo que Jesús está anunciando es cómo es Dios; y el Dios de Jesús es otra cosa completamente distinta de lo que se había entendido. No es Dios el que castiga y condena; es el pecado el que nos castiga y nos condena. Dios no amenaza; es el pecado el que amenaza. Dios salva, Dios es el Creador, el que hace existir y vivir; el pecado es el que hace morir.
La dramática imagen de la condenación es una constatación existencial del ser humano: el ser humano puede echarse a perder, destruirse. Es el precio de la libertad. Pero Dios no es el árbitro indiferente, el notario final que certifica que se ha destruido, ni mucho menos el que condena. Dios es el que ayuda a que no pase nada de eso, el que engendra y trabaja por sacar adelante a su hijo. Ése es el Dios de Jesús.
La imagen de la pesca es negativa: salvar del caos, salvar de la destrucción, salvar de la muerte. Es la misma imagen que nos da Jesús curando enfermedades: salvar del mal. Pero el mismo Jesús ha dado muchas veces la imagen positiva de la misma realidad: Dios pan, Dios agua, Dios vino, Dios luz y, por supuesto, Dios madre.
La primera oferta de Jesús es cambiar de Dios. Y la segunda es semejante a la primera: cambiar el modo de ser humano. Dejar de ser juez condenador, dejar de ser indiferente al otro: enrolarse en crear humanidad, en salvar todo lo humano de los humanos, trabajar con el Padre en sacar la familia adelante. Y esto, sin ninguna pretensión de mérito propio o de santidad personal para poder decir a otros “sed como yo, imitadme”. Las raíces de nuestra conversión a lo de Jesús está en saber que somos tan pecadores como todos y que conociéndonos como somos, Dios cuenta con nosotros.
Pablo es una imagen viva de esto. Por los detalles que sabemos de él, no es, ni mucho menos, un “perfecto”. Está lleno de pasiones, en el sentido positivo y negativo de la palabra: pasiones, fuerzas difíciles de controlar, que se pueden poner al servicio de Dios… o estropear su obra. Pablo se esfuerza en poner todo lo que es al servicio del evangelio. Sabe que ha sido elegido por pura gracia, como instrumento para que otros conozcan también a Jesús, y quema la vida en eso.
Y hemos dado con la palabra exacta: quemar. Conectamos con otro símbolo utilizado en el texto de Isaías, que recibe en sus labios una brasa encendida en la Presencia de Dios. Probablemente el mejor símbolo de nuestra vida de cristianos es el cirio. El cirio no da luz. Es cera y mecha sin más. Pocas cosas hay tan inútiles en sí. Pocas cosas tan feas cuando están viejas y arrinconadas: pero pueden ser portadoras de luz, de luz que no producen ellos, que reciben.
Nosotros somos materia opaca, vida inútil: encendida en Cristo, esta vida puede quemarse para dar calor y luz a los demás. No damos nuestra luz, damos la misma luz que hemos recibido. La luz nos consume. Si no estamos encendidos, duramos inútilmente. Si estamos encendidos, nos consumimos y somos útiles. Es un símbolo perfecto, el más hermoso de los símbolos de esa ceremonia preciosa que es la Vigilia de la Resurrección.
Finalmente, existe entre muchos cristianos la idea de que los llamados al apostolado son “los apóstoles”, los sacerdotes, los religiosos… Es un grave error. Todos los que siguen a Jesús son llamados por Él para que sean creadores de humanidad como él. Esta no es una vocación especial de algunos, sino la vocación básica de todo cristiano: encendidos en la luz de Jesús para que en el mundo brille la luz de Jesús.
Esto es una invitación a ver nuestra vida cristiana de una manera “cotidiana”, no “extraordinaria”. No se trata de hacer cosas diferentes para ser “apóstol”, ni de dedicar horas extras al apostolado, ni de pertenecer a asociaciones, meterse en actividades…. que puede ser muy bueno e incluso necesario, pero sólo además. Además de la vida cotidiana, que es nuestro servicio, nuestro trabajo querido por Dios, lo que tiene valor profético. La misión de todos los cristianos es hacer visible el reino, vivir como hijos de Dios: así se anuncia la Buena Noticia.
Hay en la iglesia vocaciones de consagración exclusiva. Como los profetas, o los Apóstoles. Los sacerdotes, los religiosos… que tienen un carisma propio, una función específica en la Iglesia. Sirven para la Iglesia, para alimentar a la Iglesia, al Pueblo de Dios. Pero no son ellos “los” apóstoles, “los” profetas. La vocación de anunciar el Evangelio es de la Iglesia entera. Lo que anuncia el Evangelio es la vida cotidiana de los cristianos. Así hemos de entender la oración, los sacramentos, la Eucaristía… como medios que nos ayudan a vivir para que nuestra vida sea apostólica, profética.
Ser padre, madre, esposo, esposa, médico, albañil, maestro, estudiante… ese es nuestro trabajo querido por Dios, y eso es nuestro apostolado. Para que lo sea, necesitamos de la Palabra de Dios, de la Oración, de la Eucaristía… Pero estarán vacías si no sirven para que la vida cotidiana anuncie el Reino.
Aquí podemos hacer una seria consideración sobre el sentido de ser cristiano, tan común. “Ser cristiano es conocer la ley de Dios y obedecerla, y poder recibir el perdón cuando se falla, y así poder salvarse” Es empequeñecer el mensaje. Ser cristiano es comprometerse con Dios en la Creación y en la Salvación del ser humano.
Y otra reflexión sobre la frase tan usada: “Sacerdos, alter Christus“, el sacerdote, otro Cristo. Debería decir: “El cristiano, otro Cristo”. Anunciar el Reino, ser Palabra de Dios en el mundo no es trabajo de los sacerdotes, sino de los cristianos.
+ José Enrique Galarreta. S.J.