“¿Quién es el Obispo?”
“¿Quién es el obispo?”, preguntó el Papa, señalando 3 rasgos esenciales: un hombre de Oración, un hombre de Anuncio y un hombre de Comunión.
Discurso del Santo Padre al Seminario organizado por la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, que se desarrolla en el Pontificio Colegio Misionero Internacional San Pablo Apóstol de Roma, del 3 al 15 de septiembre de 2018.
Queridos hermanos buenos días,
Me alegra encontraros con motivo de vuestro seminario de formación. Junto con vosotros saludo a las comunidades que os han sido confiadas: los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los catequistas y los fieles laicos. Agradezco al cardenal Filoni las palabras que me ha dirigido y también doy las gracias al arzobispo Rugambwa y a Mons. Dal Toso.
¿Quién es el obispo? Interroguémonos sobre nuestra identidad de pastores para ser más conscientes de ella incluso si sabemos que no existe un modelo-estándar, idéntico en todos los lugares. El ministerio del obispo da escalofrío, tan grande es el misterio que lleva dentro de sí. Gracias a la efusión del Espíritu Santo, el obispo está configurado a Cristo, Pastor y Sacerdote. Es decir, está llamado a tener las características del Buen Pastor y a hacer suyo el corazón del sacerdocio, o sea, la ofrenda de la vida. Por lo tanto, no vive para sí mismo, sino que tiende a dar vida a las ovejas, en particular a las más débiles y en peligro. Por eso el obispo nutre una compasión genuina por la multitud de hermanos que son como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34) y por los que, de diversas maneras, son descartados. Os pido que tengáis gestos y palabras de especial consuelo para aquellos que experimentan marginalidad y degrado; más que otros, necesitan percibir la predilección del Señor, de quien sois las manos bondadosas.
¿Quién es el obispo? Me gustaría bosquejar con vosotros tres rasgos esenciales: un hombre de oración, un hombre de anuncio y un hombre de comunión.
Hombre de oración. El obispo es el sucesor de los apóstoles y como los apóstoles está llamado por Jesús a estar con Él (véase Mc 3, 14). Allí encuentra su fortaleza y su confianza. Delante del tabernáculo aprende a confiarse y a confiar al Señor. Así madura en él la certeza de que incluso por la noche, mientras duerme, o de día, entre el trabajo y el sudor en el campo que cultiva, madura la semilla (cf. Mc 4,26-29). Para el obispo la oración no es una devoción, sino una necesidad; no es un compromiso entre muchos, sino un ministerio indispensable de intercesión: debe poner todos los días ante Dios personas y situaciones. Al igual que Moisés, levanta sus manos al cielo en favor de su pueblo (cf. Ex el 17,8 a 13) y es capaz de insistir con el Señor (véase Éxodo 33.11 a 14), de negociar con el Señor, como Abraham. La parresia de la oración. Una oración sin parresia no es oración. ¡Este es el Pastor que reza! Uno que tiene el valor de discutir con Dios por su rebaño. Activo en la oración, comparte la pasión y la cruz de su Señor. Nunca satisfecho, trata constantemente de asimilarse a Él, en camino para convertirse, como Jesús, en víctima y altar para la salvación de su pueblo. Y esto no proviene de saber muchas cosas, sino de saber una cosa todos los días en la oración:“Jesucristo, y Cristo crucificado” (1 Cor 2: 2). Porque es fácil llevar una cruz sobre en el pecho, pero el Señor nos pide que llevemos una mucho más pesada sobre los hombros y en el corazón: Nos pide que compartamos su cruz. Pedro, cuando explica a los fieles que tenían que hacer los diáconos recientemente creados añade – y vale también para nosotros, obispos: “La oración y el anuncio de la palabra”. En primer lugar la oración. Me gusta preguntarle a cada obispo: “¿Cuántas horas rezas cada día?”.
Hombre del anuncio. Sucesor de los Apóstoles, el obispo siente suyo el mandato que Jesús les dio: “Id y proclamad el Evangelio” (Mc 16:15). “Id”: el Evangelio no se anuncia mientras se está sentado, sino por el camino. El obispo no vive en la oficina, como un director de empresa, sino entre la gente, por los caminos del mundo, como Jesús. Lleva a su Señor, donde no es conocido, donde está desfigurado y perseguido. Y saliendo de sí mismo, se encuentra. No se complace de la comodidad, no se siente un príncipe, no le gusta la vida tranquila y no ahorra energías, sino que se entrega a los demás, abandonándose a la fidelidad de Dios. Si buscase apoyos y seguridades mundanas, no sería un verdadero apóstol del Evangelio.
¿ Y cuál es el estilo del anuncio? Testimoniar con humildad el amor de Dios, tal como lo hizo Jesús, que por amor se humilló. La proclamación del Evangelio sufre las tentaciones del poder, de la satisfacción, de la propaganda, de la mundanidad. La mundanidad. Guardaos de la mundanidad. Siempre existe el riesgo de preocuparse más de la forma que de la sustancia, de convertirse en actores en lugar de testigos, de diluir la Palabra de salvación proponiendo un Evangelio sin Jesús crucificado y resucitado. Pero vosotros estáis llamado a ser memorias vivas del Señor, para recordarle a la Iglesia que anunciar significa dar la vida, sin medias tintas, dispuestos también a aceptar el sacrificio total de sí mismos.
Y tercero, hombre de comunión. El obispo no puede tener todas las dotes, el conjunto de los carismas, -algunos creen que los tienen, ¡pobrecitos!-pero está llamado a tener el carisma del conjunto, es decir, a mantener unida, a cimentar la comunión. La Iglesia necesita unión, no solistas fuera del coro o líderes de batallas personales. El Pastor reúne: obispo para sus fieles, es cristiano con sus fieles. No sale en los periódicos, no busca el consenso del mundo, no está interesado en proteger su buena reputación, pero le gusta tejer la comunión involucrándose en primera persona y actuando con humildad. No sufre por la falta de protagonismo, sino que vive arraigado en el territorio, rechazando la tentación de alejarse con frecuencia de la diócesis -la tentación de los obispos de aeropuerto- y huyendo de la búsqueda de su propia gloria.
No se cansa de escuchar. No se basa en proyectos prefabricados, sino que se deja interpelar por la voz del Espíritu, que ama hablar a través de la fe de los simples. Se hace uno con su gente y sobre todo con su presbiterio, siempre disponible para recibir y alentar a sus sacerdotes. Promueve con el ejemplo, más que con palabras, una genuina fraternidad sacerdotal, mostrando a los sacerdotes que uno es pastor para el rebaño, no por razones de prestigio o carrera. No seáis trepas ni ambiciosos: apacentad el rebaño de Dios “no como amos de las personas que os han sido confiadas, sino haciéndoos modelos del rebaño” (1 Pedro 5,3).
Huid del clericalismo, ”una manera anómala de entender la autoridad en la Iglesia — tan común en muchas comunidades en las que se han dado las conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia”. Corroe la comunión, ya que genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo. (Carta al Pueblo de Dios, 20 de agosto de 2018). Por lo tanto, no os sintáis señores del rebaño, aunque otros lo hagan o determinadas costumbres locales lo favorezcan. El pueblo de Dios, para el cual y al cual habéis sido ordenados, sienta que sois padres bondadosos: nadie debe mostrar actitudes de sujeción hacia vosotros. En esta coyuntura histórica, parecen acentuarse en varias partes determinadas tendencias deliderazgo. Mostrarse como hombres fuertes que mantienen las distancias y dominan a los demás puede parecer cómodo y atractivo, pero no evangélico. Comporta, a menudo, daños irreparables al rebaño, por el que Cristo dio su vida con amor, abajándose y aniquilándose. Sed, por lo tanto, hombres pobres de bienes y ricos de relaciones, nunca duros y antipáticos, sino afables, pacientes, simples y abiertos.
También me gustaría pediros que os preocupaseis, en particular, de algunas realidades.
Las familias. Aunque penalizadas por una cultura que transmite la lógica de lo provisional y favorece los derechos individuales, siguen siendo las primeras células de todas las sociedades y las primeras Iglesias, porque son iglesias domésticas. Promoved cursos de preparación para el matrimonio y el acompañamiento para las familias: serán siembras que darán frutos a su tiempo. Defended la vida de los concebidos como la de los ancianos, apoyad a los padres y abuelos en su misión.
Los seminarios. Son los viveros del mañana. Allí, sed como uno de casa. Verificad cuidadosamente que estén guiados por hombres de Dios, por educadores capaces y maduros que, con la ayuda de las mejores ciencias humanas, garanticen la formación de perfiles humanos sanos, abiertos, auténticos y sinceros. Dad prioridad al discernimiento vocacional para ayudar a los jóvenes a reconocer la voz de Dios entre las muchas que retumban en los oídos y en el corazón.
Los jóvenes, a quienes se dedicará el Sínodo inminente. Escuchémoslos, dejemos que nos interpelen, acojamos sus deseos, dudas, críticas y crisis. Son el futuro de la Iglesia y de la sociedad: un mundo mejor depende de ellos. Incluso cuando parezcan estar infectados por los virus del consumismo y el hedonismo, no los dejemos nunca en cuarentena; busquémoslos, sintamos su corazón que suplica vida e implora libertad. Ofrezcámosles el Evangelio con valor.
Los pobres. Amarlos significa luchar contra todas las pobrezas, espirituales y materiales. Dedicad tiempo y energía a los últimos, sin temor a ensuciaros las manos. Como apóstoles de la caridad, llegad a las periferias humanas y existenciales de vuestras diócesis.
Finalmente, queridos hermanos, desconfiad, os lo ruego, de la tibieza que conduce a la mediocridad y a la pereza; de la tranquilidad que esquiva el sacrificio; de la prisa pastoral que conduce a la intolerancia; de la abundancia de bienes que desfigura el Evangelio. Os deseo en cambio la santa inquietud por el Evangelio, la única inquietud que da paz. Os agradezco por la escucha y os bendigo, en la alegría de teneros como los más queridos entre los hermanos. Y os pido, por favor, que no os olvidéis de rezar y de hacer que recen por mí. Gracias.
Sala stampa della Santa Sede