Abril 21, 2025

¿Poder y opresión en el nombre de Dios?

 ¿Poder y opresión en el nombre de Dios?

Cuando Donald Trump al tomar posesión del cargo, declaró: ‘Dios me salvó para que Estados Unidos pueda volver a ser grande…La edad de oro comienza ahora’ ¿qué dicen las iglesias crstianas?

Además, promete: ‘Nunca olvidaremos nuestro país, la carta constitucional y sobre todo nuestro Dios’ y en nombre de su Dios inaugura la edad de oro, enviando tropas a la frontera con México contra los migrantes, proponiendo la deportación de la población de Gaza a Egipto y prometiendo a los estadounidenses un futuro de nuevas conquistas: ‘Recuperaremos el Canal de Panamá’, entrelazando con ello algunas amenazas a Dinamarca de invadir y tomar posesión de Groenlandia y a Canadá de trasladar algunos tramos de sus fronteras.

La política de acogida de inmigrantes se asimila a una oferta de hospitalidad a “criminales peligrosos, muchos de los cuales provienen de cárceles e instituciones psiquiátricas que han ingresado a nuestro país ilegalmente desde todo el mundo”. Para contrarrestar la “desastrosa invasión del país” por parte de “bandas criminales” de todo origen, se promete una política de expulsiones y rechazos, y una “deportación a gran escala”.

Es difícil no darse cuenta del aire de racismo que se percibe en este desprecio por la masa de pobres que se agolpan en las fronteras de los Estados, y no basta para disolverlo ni siquiera la promesa formal de poner fin a “la política gubernamental de ingeniería social de la raza y el género”.

La política de solidaridad, que es vista con desprecio, se contrasta con la promesa de enriquecer a los estadounidenses: “En lugar de gravar a nuestros ciudadanos para enriquecer a otros países, impondremos derechos e impuestos a los países extranjeros para enriquecer a nuestros ciudadanos”.

Con este programa y, habiendo revocado, nada más llegar al poder, el derecho a ser ciudadano de todo aquel nacido en el territorio y suspendido el programa de admisión de nuevos refugiados, se incrementaron los operativos de deportación, con miles de detenciones y órdenes de captura. En su discurso, Trump se declaró el mayor protector del cristianismo y de la religión de todos los tiempos: «Nadie ha hecho más por el cristianismo, ni por los evangélicos, ni por la religión misma, que yo».

El problema para la Iglesia, sin embargo, no es Donald Trump, sino la masa de sus electores y sus seguidores, o más bien toda una cultura, la exaltación del poder, de la riqueza y de la propia superioridad hasta el punto de justificar la opresión, incluso para hacer grande a Estados Unidos, en nombre de Dios: “Nunca olvidaremos nuestro país, nuestra constitución y sobre todo a nuestro Dios”.

Es difícil librarse de la cuestión de si la Iglesia no está obligada a proclamar de nuevo, clara y firmemente, la declaración de la fe cristiana, es decir, que sólo Jesucristo, como se narra en los Evangelios, es la única Palabra de Dios, para escuchar, confiar y obedecer.

La Iglesia tiene el deber de testimoniar que quiere vivir asumiendo la jerarquía de valores y los mandamientos de acción enunciados por Jesús, tal como están testimoniados en los cuatro Evangelios. De aquel Jesús que destinó su mensaje de salvación en primer lugar a los pobres, que en la tentación del desierto se negó a salvar al mundo con la fuerza del dinero y del poder, que trazó los caminos de la felicidad declarando bienaventurados a los mansos, a los que trabajar por la justicia, los misericordiosos, los pacificadores, los perseguidos por causa de la justicia, y reservando sus ¡Ayes! a los ricos y a los que buscan placer.

Nadie piensa que los dichos de Jesús puedan traducirse en tantos capítulos de un programa político, pero ni siquiera es concebible que la Iglesia pueda permanecer en silencio, y mucho menos que pueda aplaudir una cultura, una propaganda, una legislación en flagrante contradicción con el estilo de vida evangélico.

El episcopado estadounidense, valorando su lucha contra las leyes liberales sobre el aborto y las políticas de género, ha acompañado en gran medida las políticas de Trump con una actitud de simpatía. Sin embargo, frente a las últimas medidas contra los migrantes, la Conferencia Episcopal no pudo evitar tomar posición: a través de su secretario declaró: ‘Se trata de decisiones profundamente preocupantes y tendrán consecuencias negativas, muchas de las cuales perjudicarán a los más vulnerables’.

Uno se pregunta si esto es suficiente o si no es necesario ir más allá del juicio que se debe dar a esta o aquella medida de la administración Trump, para comparar toda una atmósfera, un conjunto de sensibilidades y pensamientos, una costumbre y la jerarquía de valores sobre la base de los cuales los electores fueron llamados a hacer grande a América, con la visión del mundo del Evangelio y los caminos trazados por Jesús para caminar en la vida hacia el Reino de Dios.

Si bien podemos atribuir las ambiciones mesiánicas de Trump a la retórica política de un momento, como el del día de la inauguración, sigue siendo cierto que su programa político y la cultura que representa y de la que ha extraído el amplio consenso del que goza, exigen que la voz de la Iglesia sea elevada a proclamar las Bienaventuranzas, la confesión de fe en el valor de la justicia y de la paz, de la solidaridad humana y de la fraternidad universal, en el reconocimiento de la dignidad de toda persona humana, ante todo de los pobres y marginados en la inquebrantable esperanza de un mundo mejor.

Severino Dianich / Teólogo – Diócesis de Pisa

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