Juan XXIII y el Pueblo de Dios
El Papa Juan XXIII en el discurso inaugural del día 11 de octubre de 1962, aparece como la gran señal que muestra el camino no sólo al Concilio, sino también a las futuras generaciones de cristianos. Varios comentaristas creen que la asamblea conciliar no percibió todo el alcance del discurso, porque él estaba escrito en una forma muy simple, en un lenguaje casi popular, sin elucubraciones teológicas y, por eso, pareció a algunos un tanto superficial. Era exactamente lo contrario, porque Juan XXIII mostraba rumbos muy claros para un cambio radical en la orientación tomada por la Iglesia por lo menos desde el Concilio de Trento.
En primer lugar, Juan XXIII dice que rechaza la visión pesimista sobre el mundo actual: “es necesario discordar de esos profetas de la desgracia”. Ahora bien, durante siglos, sobre todo desde el siglo XIX, los papas habían multiplicado sin cesar las profecías de desgracia, condenando toda la evolución del mundo y de la sociedad, detectando en la modernidad sólo errores, pecados y locuras. Habían anunciado los peores cataclismos como castigo por la desobediencia del mundo a las prescripciones del papa y de la jerarquía en general. Juan XXIII pretende partir de una visión optimista, mirando prioritariamente a las nuevas oportunidades ofrecidas por la sociedad contemporánea y por la evolución del mundo.
En segundo lugar el Papa proclama que “ahora la esposa de Cristo prefiere hacer uso del remedio de la misericordia en vez de la severidad”. Por eso el Concilio no debía pronunciar ninguna condenación, ni preocuparse en definir aún más explícitamente el depósito de la fe.
El depósito estaba seguro. El problema ahora era el revestimiento necesario para que la humanidad de hoy pudiese entender y recibir el mensaje /. El desafío era anunciar el evangelio al mundo moderno y no condenar sus errores.
Esta debía ser la orientación del Concilio, y, en gran parte, los obispos procuraron seguir la orientación dada por el Papa aunque hubiese una minoría que no conseguía entender esta novedad en la orientación de la Iglesia. Esta minoría impidió que el Concilio fuese más coherente.
Ya durante la realización del Concilio se articuló una reacción negativa. La euforia suscitada por el Vaticano II duró apenas 3 a 4 años. Luego la reacción se manifestó con mucho ruido. Lo que precipito la reacción anticonciliar fue la gran crisis de la civilización que sacudió todo al Primer Mundo en 1968; el mayo de París, fue el símbolo de esa revolución cultural. Entonces comenzó lo que se llama posmodernidad, a pesar de que sus formulaciones teóricas han aparecido solamente en la década del 70. La crisis de la civilización occidental perturbó también a la Iglesia que ya estaba en plena fase de cambio. Los adversarios aprovecharan la coincidencia histórica para atribuir al Concilio los fenómenos de la crisis – por ejemplo, la crisis sacerdotal – que se debían al cambio cultural. La crisis mostraba hasta que punto la Iglesia estaba distante de la sociedad y poco preparada para adaptarse a las nuevas fases de su evolución. Mostraba no que el Vaticano II estaba errado, sino que ya había llegado tarde y que, si no hubiese acontecido, las crisis ulteriores serían todavía más profundas.
El partido de la reacción se fortaleció y la Curia romana alimentó un ambiente de pánico, como si la Iglesia estuviese en vías de desaparecimiento. Usaran la palabra autodestrucción. Predicaran la necesidad de un cierre radical – para no ser disuelta por la nueva cultura, la Iglesia debía de nuevo cerrar las puertas y las ventanas y refugiarse en su pasado, en sus estructuras tradicionales, sin dejarse aproximar por la contaminación del mundo exterior.
Los últimos años del pontificado de Paulo VI fueron penosos para el Papa ya debilitado por la enfermedad. Cuando fue elegido Juan Pablo II, los signos de la involución no tardaron. El nuevo Papa manifestó pronto que iba a emprender una política de restauración. Invocando los textos conciliares insertados por la presión de la minoría, ejecutó una maniobra de vaciamiento del Concilio en nombre del Concilio.
El cardenal J. Ratzinger fue el instrumento más adecuado que se podía encontrar para dirigir la maniobra de restauración. Había sido teólogo del Concilio, pero fue uno de los primeros que se asustaron y se arrepintieron. En realidad su teología no se adecuaba a la teología conciliar. Ya desde 1969 volvió la teología anterior. El mismo cultivó una visión extremadamente pesimista del mundo moderno y acentuó más todavía las tendencias pesimistas del papa.
Se inicio una nueva fase de condenaciones. Sucesivamente una serie de teólogos fueron acusados de ceder a las tentaciones del mundo moderno. El magisterio encontró de nuevo que su tarea era condenar los errores o los peligros de errores para proteger la Iglesia contra los asaltos del mundo moderno.
Los sospechosos fueron primero los teólogos de la liberación – sospechosos de marxismo; después fueron los teólogos de la moral sexual – sospechas de laxitud; y, finalmente , los teólogos del dialogo interreligioso – sospechosos de relativismo. El mundo volvería a ser fuente inagotable de errores y herejías. El mundo moderno sufriría de “cultura de muerte” /. Y el conjunto de aquello que recibió el nombre de posmodernidad fue calificado de relativismo.
De esta manera el magisterio está dispensado de la tarea de procurar entender a la humanidad actual. Con la palabra “relativismo” todo está dicho.
En lugar de la misericordia de Juan XXIII, volvió el castigo. En lugar de la presentación del evangelio a los pueblos y a las culturas, volvió la preocupación por la ortodoxia y la defensa del depósito de la fe. Ese es el contexto en que se sitúa el debate sobre el concepto de pueblo de Dios.
El concepto de pueblo de Dios fue sistemáticamente eliminado del discurso eclesiástico durante el presente pontificado. Por eso, volver al Vaticano II seria rehabilitar el concepto de “pueblo de Dios” y colocarlo de nuevo en el centro de la eclesiología.
Muchos creen que el concepto de “pueblo de Dios” fue la contribución teológica principal del Vaticano II y que ese concepto condicionó todos los documentos conciliares. Más todavía, “pueblo de Dios” es el concepto que más expresa el “espíritu” del Vaticano II /. Si quisiésemos en una palabra expresar lo que trajo el Vaticano II para la Iglesia, necesitaríamos decir: recordó a la Iglesia que ella es pueblo de Dios. /.
Hay también los que creen que la finalidad principal, prácticamente única, del Sínodo extraordinario de 1985 – oficialmente convocado para interpretar el Vaticano II – fue suprimir el concepto de “pueblo de Dios”.
Por eso, muchos creen que la tarea más significativa de un nuevo pontificado sería restaurar la eclesiología del Vaticano II, resucitando el concepto de “pueblo de Dios”. Paradojalmente, el mayor adversario del concepto de “pueblo de Dios” fue quien acababa de publicar un libro sobre “El nuevo pueblo de Dios”.
Los defensores se mostraban menos vigorosos que los opositores. Evidentemente nadie podía rechazar abiertamente un Concilio ecuménico, pero las críticas tendían a relativizar el valor de los documentos, poner en evidencia las insuficiencias o las contradicciones. Rápidamente se esparció el rumor de que el Vaticano II estaba superado, que había sido influenciado por circunstancias históricas que ya pertenecían al pasado, que los obispos se habían dejado llevar por emociones sin mirar críticamente el mundo con el cual querían caminar. Muy rápidamente también la oposición concentró sus ataques contra la idea de “pueblo de Dios”.
En realidad, muchos estaban espantados por la perspectiva de cambiar alguna cosa en la estructura o en las conductas tradicionales de la Iglesia, y temían que el concepto de “pueblo de Dios” fuese usado para pedir reformas. Aceptaban nuevas ideas, con la condición de que no se sacasen de las consecuencias prácticas. O bien, esperaban resultados inmediatos permitiendo un nuevo triunfalismo, y, cuando veían que los triunfos no llegaban, volvieron para atrás. No tuvieron la percepción de Juan XXIII, que sabia muy bien qué esperar del Concilio: cambio de mentalidad y el inicio de un nuevo periodo en el caminar de la Iglesia. Juan XXIII sabía que el cambio tendría que ser muy profundo y exigiría mucho tiempo. Ciertos obispos y teólogos no se daban cuenta de la profundidad de la crisis de la Iglesia, de la inmensa transformación necesaria para que pudiese ser capaz de evangelizar un mundo del cual estaba tan distanciada. Por eso quedaron desanimados porque los resultados esperados no llegaban – antes, lo que había llegado era una crisis muy grave.
En tanto en Europa se difundían las críticas al concepto de “pueblo de Dios”, el episcopado de América Latina le dio una expansión notable. A pesar de muchas llamadas y de la sugestión de Juan XXIII, el Concilio no pudo llegar a una teología de la Iglesia de los pobres, como decía el papa. Ese paso fue dado en América Latina, en Medellín y Puebla. Allí se llegó a la clara percepción de que el “pueblo de Dios” es, en realidad, el pueblo de los pobres 9 /
Este redescubrimiento de la Iglesia de los pobres, doctrina tan clara en la Biblia, era la vuelta a un pasado ya casi olvidado por todos. Por eso muchos obispos y teólogos no estaban preparados para integrarlo en la eclesiología del Vaticano II . A pesar de los llamados patéticos del cardenal Lercaro, los padres conciliares no estaban preparados para entender. Fue en América Latina, en Medellín y Puebla, que los obispos supieron interpretar el Vaticano II de manera auténtica, llevándolo a la explicación esclarecedora.
El regreso a los pobres y el redescubrimiento de la Iglesia de los pobres fue el camino que llevó a la rehabilitación del concepto de “pueblo de Dios”. Los conceptos de pueblo y de pobres son solidarios y correlativos. No hay pobres que no formen un pueblo. No hay pueblo que no sea de los pobres. El Concilio no consiguió hacer esa identificación con fuerza suficiente y por eso, dejó el concepto de “pueblo de Dios” sin base.
Sin esperanza no hay pueblo. Lo que hace un pueblo es la esperanza común. No hay esperanza que no sea colectiva, esperanza de una multitud reunida en pueblo. La burguesía no tiene esperanza – quiere seguridad, quiere proteger lo que tiene y acumular más todavía, quiere con su dinero crear más dinero. Cuenta con su capacidad intelectual y social. No cuenta con Dios. La burguesía es individualista, no se preocupa con lo que acontece con la multitud. Por eso el concepto de pueblo no les dice nada – ni el concepto de “pueblo de Dios”. El pueblo son los otros, los pobres, los que son marginales, que no sirven para acumular capital – a no ser como mano de obra barata. Por eso en la burguesía el concepto de “pueblo de Dios” no tiene base. Es incomprensible. Ya que la mayoría en la Iglesia es de cultura burguesa, “pueblo de Dios” le dice muy poco. No hay pueblo ni esperanza.
En el Tercer Mundo se encuentra la mayor parte de los pobres. En medio de ellos hay inmensa esperanza y por eso la palabra pueblo significa mucho para ellos. Ser pueblo quiere decir entrar en la conquista de la dignidad y de la libertad. Ser “pueblo de Dios” es dejar de ser átomo inconsistente perdido en el universo.
En el Tercer Mundo los pobres están empeñados en la construcción de pueblos. Ahí están los pueblos luchando para existir y el “pueblo de Dios” en medio de ellos. Esperan de la Iglesia el apoyo y la presencia del Cristo libertador al frente de sus luchas. Están desconcertados por condenaciones de herejías que no entienden, y no entienden por qué se da tanta importancia a esas cosas cuando está en gestación una nueva humanidad que la Iglesia – cierta Iglesia- parece no ver.
En la introducción a un libro que tuvo mucha aceptación, el teólogo benedictino francés Ghislain Lafont explica lo que lo movió a escribir sobre la historia teológica de la Iglesia Católica. Dice que fue estimulado por el deseo de resolver un enigma: cómo explicar la relativa esterilidad de la teología católica entre, digamos, 1274 (año de la muerte de San Buenaventura y de Santo Tomás de Aquino) y 1878 (año de la elección de León XIII) / Vale la pena leer ese libro. Podemos agregarle una consideración que no la hace explícitamente, pero que está subentendida . Esa época de 600 años de esterilidad- en el sentido de que la teología ya no ejerció influencia en el mundo – coincide con los siglos en que la Iglesia se olvidó de los pobres. Olvidándose de los pobres, perdió su rumbo, su identidad, no podía ser fecunda. Una contraprueba seria la fecundidad teológica generada por Medellín y Puebla.
Las críticas al Vaticano II llevaron finalmente al Sínodo de 1985 a simplemente eliminar el concepto de “pueblo de Dios”, sustituyéndolo por el concepto de comunión – como si este tuviese la misma resonancia y como si los dos fuesen alternativos. La consecuencia fue inmediata, aunque no sepamos si fue intencional o no. Los pobres desaparecieron de los horizontes de la Iglesia – por lo menos la concepción de Iglesia de los pobres de Juan XXIII, de Medellín y Puebla. La señal de su desaparición es su ausencia en el documento Ecclesia in America, en el cual la Curia romana pretendió presentar la conclusión del Sínodo de América. En este documento la opción por los pobres simplemente desaparece. Es difícil pensar que sea puro olvido, porque en sus proposiciones los obispos habían reasumido con gran mayoría el tema de la opción por los pobres. El documento Ecclesia in America, confirma que las teologías del “pueblo de Dios” y del pueblo de Dios son solidarias. En realidad, es una sola. Cuando cae una, cae la otra.
Podemos preguntarnos por qué el concepto de “pueblo de Dios” fue eliminado con tanta facilidad después de haber recibido en el Concilio un relieve tan significativo. La respuesta es simple. En la mente de los teólogos que elaboraron los textos conciliares, el “pueblo de Dios” respondía a un retorno al pasado de la Iglesia más alejado de las deformaciones históricas posteriores. El “pueblo de Dios” había sido redescubierto en la Biblia y en la historia de los orígenes cristianos. No fue descubierto en el pueblo de los pobres. No fue un descubrimiento del pueblo actualmente viviente en los pobres. Era retorno al pasado y no visión de la realidad. Era etapa necesaria, pero no suficiente.
Fuera de los especialistas, los católicos del Primer Mundo no fueron tan marcados por el capitulo conciliar sobre el “pueblo de Dios”. Por eso, no se sintieron tocados por la supresión del concepto “pueblo de Dios”, porque era problema de especialistas que no concernía a la vida diaria de una Iglesia ya profundamente influenciada por la burguesía y la ideología burguesa. En el Tercer Mundo fue y continúa siendo diferente.
Viendo los acontecimientos desde Europa, las consecuencias de la eliminación del concepto de “pueblo de Dios”, pueden parecer leves. Para los pobres, la nueva eclesiología había sido una esperanza. Su supresión la volvió incomprensible. Viendo los mismos acontecimientos desde el Tercer Mundo, las consecuencias aparecieron y fueron gravísimas. Las Iglesias del Tercer Mundo se sintieron reprimidas, desconcertadas, sin futuro, sin rumbo cierto. Por eso nuestra mayor esperanza es que se vuelva a la doctrina conciliar que Juan XXIII, había orientado pensando lejos, mirando para lejos, mirando para el mundo entero y no más simplemente para Europa.
Este libro se sitúa entre una serie de obras dedicadas al Espíritu Santo. Se pretende estudiar el Espíritu Santo por medio de sus obras. Esas obras enuncian por medio de conceptos propiamente cristianos, aunque hayan sido preparados más o menos profundamente por filosofías anteriores: los conceptos de “acción” , “palabra” , “libertad” . Ahora viene el concepto de “pueblo”, que representa también una creación típica del Espíritu y una realidad básica del cristianismo. El “pueblo” es creación cristiana o judeocristiana. Tiene su origen en la Biblia.
Parece increíble que uno de los argumentos invocados para eliminar el concepto de “pueblo de Dios” haya sido el de que la categoría de pueblo era demasiado sociológica. Es significativo que la sociología practicante nunca usa el concepto de pueblo y teme usarlo . ¿Por qué este temor? Justamente porque se trata del concepto bíblico y los sociólogos no están de buena gana en medio de los conceptos bíblicos que responden a otras maneras de percibir la realidad – manera no científica mas espiritual.
El concepto de “pueblo”, es concepto espiritual, no científico. Es significativo que ni las filosofías ni las ciencias humanas dieron mucha importancia a este concepto. El “pueblo” es una realidad cristiana fundamental. Al eliminar del mensaje oficial la noción de “pueblo de Dios” el Sínodo cortó el tejido de la teología de la Iglesia y creó un vacío terrible cuyas repercusiones se hacen sentir en todas las áreas de vida cristiana, y sobre todo en las relaciones entre la Iglesia y el mundo. El concepto de “pueblo” es tan fundamental para el cristianismo como el concepto de “libertad”, de “palabra” o de “actuar”.
Dejemos para los historiadores futuros la tarea de explicar cómo y por qué el Sínodo de 1985 se dejó llevar de tal manera por la obsesión del marxismo que lo descubrió hasta en los conceptos más bíblicos, y renegó la obra del Vaticano II bajo el pretexto de salvarla.
Es nuestra convicción que un retorno al Vaticano II incluye en primer lugar una rehabilitación del concepto de “pueblo de Dios” en la eclesiología, en el lugar que le compete. Este concepto no es suficiente para expresar todos los aspectos de la Iglesia, evidentemente. Sin embargo expresa – y solamente el puede expresar – algo que es fundamental para el futuro del cristianismo en la nueva humanidad que está naciendo en el Tercer Mundo. Es exactamente este aspecto el objeto de este estudio. La pregunta es: ¿qué (cosa) en el concepto de “pueblo de Dios” es imprescindible en la evangelización en el Tercer Mundo?
“O Povo de Deus” / José Comblin, Ed. Paulus, Sao Paulo, Brasil, 2002.