La humanidad no se extinguirá
El cuerpo humano aún conserva las facultades necesarias para vivir como nos corresponde por naturaleza.
Un elaborado estudio histológico de los seres humanos de la actualidad, complementado por una mirada desde las ciencias del comportamiento, acaba de presentar sus resultados. Y es sorprendente la cantidad de detalles y conclusiones a las que han llegado al mirarnos con detenimiento y minuciosidad.
El más predecible, quizás, es que entre las grietas de la epidermis de las plantas de los pies se detectan pequeñísimas cantidades de tierra, lo que indica una antigua relación física con la misma que ha perdurado de nuestro pasado campesino. Además, las membranas de las células que conforman esta epidermis presentan unos cilios o pelillos microscópicos, vestigios de nuestro pasado vegetal, que ayudan a entender por qué nos agrada echar raíces en un lugar determinado.
En el otro extremo de nuestro cuerpo han encontrado que las células de la palma de la mano cuentan con una serie de minúsculos receptores táctiles responsables de despertar potentes sensaciones cuando, por ejemplo, se moldea la arcilla o se acaricia a otros seres vivos, como a un ternero recién nacido. Más aún, parece ser que las células musculares que mueven con precisión los dedos de las manos tienden a atrofiarse con más lentitud que las de otros tejidos del organismo. Es decir, el ser humano preserva hasta la vejez sus habilidades motrices artesanales: aquellas que son las apropiadas para, por ejemplo, labrar el huerto o escribir a mano alzada.
Analizando microscópicamente el rostro, han detectado que el desarrollo del músculo de la mejilla tiene mucho más potencial de uso que el que actualmente se le da. Entre otras cosas, está preparado para perfeccionar nuestro silbido hasta convertirlo en una forma de precisa comunicación con los rebaños, con los perros o, simplemente, para el puro gozo de conversar con los pájaros. Además de poder practicar ese lenguaje musical, el tamaño de la cóclea –esa estructura del oído interno con forma de caracol– revela que, a poco que nos esforcemos, aún podemos detectar la tempestad horas antes de que nos alcance, como hacen la mayoría de los otros animales. Como hipótesis plantean que quizás, por esta sensibilidad desconocida hasta ahora, se pueden explicar esas situaciones en las que nos quedamos absortos y embelesados sin saber por qué. ¿Será que percibimos sin escucharlo el cantar del ruiseñor a kilómetros de distancia?
Hasta ahora se sabía que en la lengua disponemos de unas cinco mil células gustativas. El estudio en cuestión, con las nuevas técnicas más precisas, ha hallado que, al menos, esta cifra es dos veces mayor, lo cual significa que estamos preparados para reconocer muchos más sabores que los cinco básicos. De cada bocado que llega a nuestra boca podemos detectar, dice el estudio, “matices increíbles, incluso cuándo y de qué forma se cultivó o produjo ese alimento”. Estas células son también las responsables de que, a modo de cascada, se provoquen unas descargas eléctricas por todo el cuerpo que generan estimulantes sensaciones de placer y también de dolor, ante la ingesta de un buen o mal alimento.
Este análisis tan fino aclara, por fin, que la potencial actividad neuronal del hemisferio derecho del cerebro, donde predomina la intuición, es muy superior a las potencialidades del izquierdo, donde se maneja la razón. Pero que, en cualquier caso, quien de alguna forma debería de regir nuestra conducta es ese pequeño órgano llamado cerebelo, pues, como han demostrado, el equilibrio (léase moderación, proporción, armonía) es el sentido más apropiado para la toma de decisiones.
Y si bien ya se sabía que el cuerpo humano regenera células neuronales durante toda su vida, el estudio actual añade que la conexión entre ellas, las sinapsis neuronales, mejora significativamente con el paso del tiempo. Nos hace más sabios, más conscientes, más prudentes. “Lástima”, apuntan, “que nuestra civilización occidental desprecie esta característica arrinconando a las personas mayores en asilos y residencias”.
Finalmente explican que han detectado una extraña sustancia en el líquido linfático que “la ciencia no sabe explicar”. ¿Podría equivaler a una suerte de espíritu o alma que completaría nuestro formar parte de una unidad biótica mayor? En todo caso, concluye el informe, “nuestro organismo conserva un gran abanico de habilidades, facultades y destrezas a tener muy en cuenta si queremos habitar el mundo como correspondería al ser vivo que somos”.
Gustavo Duch – Barcelona