Un llamado cristiano para desobedecer
A John Locke le debemos, gracias al iusnaturalismo del que apenas comenzaba a desapegarse y a cierta firmeza a contener, en pretensiones políticas, aspectos de la naturaleza divina (como bien sería la dogmática tomista a que él pareciera contraponerse), un aspecto moderno, nuevo y absolutamente radical.
John Locke no quería que, en 1789, se tomaran la Bastilla, ni tampoco que los estados monárquicos dejaran vacante el trono regio para que lo ocupen ciudadanos comunes, que pasarían a ser desde burgueses a labradores de campo. Es que así es como se construye la historia, sea desde una perspectiva intelectual o una perspectiva exclusivamente historicista y pragmática: son gérmenes, semillas, que se van plantando y cuando encuentran tierra buena, brotan. Esta vez, el sembrador buscó quienes fueran capaces de desafiar sus leyes, estableciendo el “derecho a rebelión” que el contractualista británico esbozó con gran controversia en el siglo XVII.
Pero el derecho a rebelarse no se entiende supeditado a un orden natural de las cosas donde se funcione según en el sistema que se planteó, alguna vez, en el origen de los tiempos. No podemos anhelar a utopías: el pobre siempre querrá salir, en una lucha a medias obstinada, a medias intensa, de su condición. Habrá leyes laborales. Habrá oportunidades de trabajo. Habrá industria. Habrá vida, muerte digna, salud, remuneraciones abundantes. Habrá todo eso y, aún así, siempre habrá algunos de los cuales la cuantía de lo que poseen, en términos económicos, va a superar a la de otros. Es como la parábola de los talentos, y aquí, según el mensaje cristiano, cabe preguntarse: ¿qué debo hacer con lo que se me otorga? Y, en el caso de que el rico, el bien llamado a ensanchar esa cantidad según el Evangelio, no solo reprima ese deber sagrado, sino que extienda su mano y tome lo del hermano más pequeño, ese es el caso en que podemos preguntarnos: ¿esto no daría derecho, por lo menos, a una reprimenda que sea proporcional o justa a lo que este ha quitado?
Se podría formular el siguiente planteamiento, desde el punto de vista de un cristiano que lee el Evangelio: Jesús lo dijo en Marcos 12:17, “dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. El castigo de tomar lo ajeno está en el sistema jurídico de cada Estado, sometido a la soberanía que cada uno, que, en su propia legislación, estipule. Pero no es así siempre. Cuando hay un valor ontológico incorporado en el mal que se infringe, es de entender que no hay forma de juzgarlo por las leyes de ninguna nación. Habrá organismos internacionales que se encarguen de la vulneración de derechos humanos, pero eso siempre será según aquellos que están positivados – y de la manera que están positivados – en la ley. Es decir, si queremos atenernos a la ley positiva para juzgar un acto, solo cabe entender que esta ley debe ser sancionable según lo que el hombre entiende como tal. A veces, no obstante, aquello que el hombre entiende de cierta ley, cualquiera sea, creyendo firmemente que esta pueda ser dada sea por Dios, por la naturaleza o, en su defecto, por el orden más humano y perfecto que pueda existir en la realidad de las cosas; podría encontrarse evidentemente errado. Podría haber, para un lado o para el otro, un agujero tan profundo que es evidente, y en esos casos, quienes lo noten, quienes se afecten, pueden intentar restaurar el sistema de la manera en que Jesús lo abogó en el templo, con los vendedores y mercaderes (Marcos 11:15).
Romain Rolland, un escritor francés de principios del siglo pasado (que buscaba en su obra entender una comunión entre la filosofía occidental, principalmente rusa, y la oriental, principalmente hindú), lanzó la siguiente frase al aire en una de sus últimas obras (“Señor”), y me gustaría recogerla con la pluma, si eso fuera posible: “cuando el orden es injusticia, el desorden es ya un principio de justicia”.
María de los Ángeles Mena