Mirar la pandemia en perspectiva espiritual
…aun la noche es luminosa como el día;
la tiniebla es como la luz del día
Salmo 139:12
El escritor espiritual William Barry, fallecido el año pasado, definía la oración, concisamente, como “una mirada amorosa hacia la realidad”. Claro que no se refería tanto a la oración de petición que es, tal vez, la forma que más se practica, sino a la oración mental en la que ejercemos la imaginación y practicamos el silencio, para de veras escuchar a Dios, en vez de hablarle a él. Siempre me llamaba la atención esta definición de Barry porque se compagina bien con la meta ignaciana de “encontrar a Dios en todas las cosas”. Si lo ponderamos suficientemente, vemos que la definición de Barry no apoya la dicotomía que hace mucho daño entre lo espiritual y lo mundano o propone otras formas dualistas o binarias de hablar y pensar. Para mí, la definición propuesta por Barry supera el dualismo que “desencarna” a Dios, sacándolo de las realidades de las cuales el Todopoderoso es creador y con las cuales se ha identificado de una vez para siempre enviando a su hijo, metiéndose en el fango, para ser como nosotros seres humanos en todo menos en el pecado.
Se me ocurre pensar esto especialmente en el contexto de la pandemia que hemos vivido por más de un año y que seguiremos viviendo, por lo menos, un año más, hasta que la humanidad consiga la anhelada inmunidad. Propongo aquí echar una mirada “amorosa” hacia esta realidad, es decir, compartir con los lectores algunas reflexiones producidas en mí al llevar a la oración, lo que se ha experimentado durante esta plaga horrorosa.
La oración siempre parte de y termina con el reconocimiento de la presencia de Dios, y nos dispone hacia la receptividad. Para mí la “receptividad” es la esencia de la relación orante que llevamos con Dios, porque Dios nunca cesa de ser providente (primereando, como dice el neologismo del papa Francisco), queriendo a sus criaturas y su creación a pesar de sus pecados o la maldad que el pecado ha causado. Dios tiene una manera de transformarlo todo en gracia. Por eso, la mirada que echamos en y con la oración en sus formas más profundas puede ser amorosa y no miedosa. Es por algo que Jesús nos amonesta repetidas veces en el evangelio: “¡No temas!”
La oración nos permite acercarnos a y recibir e interiorizar la realidad, los hechos, siempre en la presencia de un Dios providente, con confianza para descubrir lo que significan para uno en relación con los designios misteriosos de Dios que la fe nos dice son últimamente benévolos. Claro que, para beneficiarse del tiempo para este tipo de oración, es preciso iniciarlo sobre todo con “valentía”. Se trata de no huir de las emociones negativas e incómodas, como el miedo, el horror, el enojo, los celos, o el revanchismo, sino acercarse a ellas para descubrir qué mensaje o significado tendrán por debajo para uno. ¡Se trata de encontrar a Dios en lo agradable y en lo desagradable, en lo que atrae y en lo que repugna, es decir, en todo! Hay una escuela de espiritualidad que se llama bio-espiritualidad, fundada por los presbíteros Peter Campbell y Edward McMahon, que aún propone que nos hagamos amigos de los sentimientos negativos y dolorosos, que los abracemos y nos sentemos calmadamente a su lado para escucharlos.
La pandemia del COVID-19 es real: una plaga nos ha invadido dejando más de dos millones de muertes y todavía contando en todo el mundo. Hemos perdido padres, madres, esposos, esposas, hermanos y abuelos, compañeros de trabajo y también jóvenes y niños. Las economías han sido devastadas, la educación de nuestros hijos e hijas interrumpida, demorada o simplemente eliminada. Millones más han sufrido los efectos físicos y psicológicos de esta pandemia despiadada. Las rutinas diarias han sido destruidas y las grietas e imperfecciones de los matrimonios, las amistades, las comunidades e instituciones han sido expuestas a la luz del día revelando, muchas veces, las grietas y problemas desapercibidos en tiempos normales. Debido a prácticas fervorosamente recomendadas de distanciamiento social y cuarentena, la humanidad se ha enterrado en una fosa de aislamiento y soledad. En conjunto, todo esto acaba siendo como un ensayo universal para el infierno. Además, cada día oímos de nuevas amenazas y otros acontecimientos penosos. ¿Hasta dónde prevalecerá el mal? Sin embargo, una mirada amorosa hacia esta fealdad espantosa no se detiene en lo feo, lo malo, lo espantoso. Busca más bien la luz en la tiniebla.
La pura verdad es que por debajo de la desgracia del COVID-19 ha habido muchos beneficios. Uno de ellos es una consciencia generalizada de nuestra dependencia y fragilidad humana. La cultura moderna con su impaciencia y deseo de conseguir todo con un “clic” del botón ha tenido que dilatar su carrera loca y redescubrir masivamente la virtud de la esperanza. El hecho científico de que la pandemia, realmente, no será vencida hasta que la raza humana llegue a la inmunidad de rebaño, nos despierta a la exigencia de la solidaridad humana tan olvidada y desprestigiada en el mundo de consumismo y de “gente desechable”. La ciencia, por un lado, ha demostrado sus límites y, por otro, sus posibilidades. La experiencia del aislamiento durante la pandemia y el abandono de las reuniones cara a cara nos han llevado al descubrimiento de los beneficios de las comunicaciones virtuales, por medio de Skype, Zoom y otras aplicaciones. Ahora podemos estar en contacto con personas, literalmente, en todas partes del mundo; podemos enseñar usando tecnologías que hace un año atrás poco se usaban, pero que ahora se usan con naturalidad para promover la comunicación y la tarea educativa a todos niveles.
Sentado en la poltrona, contemplando la pandemia en la presencia amorosa de Dios, me enfrento con la realidad. Sobre todo, identifico la gracia que se vislumbra dentro y por debajo de la tragedia actual. Descubro que yo aprecio más ahora la humildad, el reconocimiento de la verdad acerca de quién es Dios y quiénes somos los seres humanos. Descubrí que el camino que nos lleva a Dios atraviesa exactamente lo que estamos experimentando, y no una fantasía turística de la imaginación romántica. Lo contemplo y descubro su posible significado para mí y para nuestra frágil humanidad. Me mantengo agarrado de la presencia providente de Dios, aún del Diosito de las oraciones de mi abuelita mexicana. Y me da mucho consuelo.
Posiblemente la humildad se valorizará y se le dará más importancia con miras al futuro. Me doy cuenta de que la definición de la oración ofrecida por William Barry, “una mirada amorosa hacia la realidad” es más o menos la misma para la humildad. Ambas, la oración y la virtud cristiana de la humildad, requieren que optemos “plantar los pies firmemente sobre la tierra”, lo que Dios hizo cuando su hijo se encarnó en el seno virginal de María.
Allan Figueroa Deck, SJ
Facultad de Estudios Teológicos, Loyola Marymount University, Los Ángeles, California.
Revista Aurora / Conferencia de Provinciales Jesuitas de América Latina y El Caribe (CPAL).