Un Místico para el siglo XXI
A propósito de la próxima canonización de Charles de Foucauld, es revelador cómo el paradigma de la soledad (un ermitaño…, ¡y en el Sáhara!) se convierte en el paradigma de la comunicación. Este doble movimiento, tan elocuente en lo vertical como en lo horizontal, nos da una imagen certera de quién era verdaderamente este hombre.
Foucauld es el padre del desierto contemporáneo. Nada más ser ordenado sacerdote, a los 43 años, parte rumbo al Sáhara, donde residirá, primero en Beni Abbès y luego en Tamanrasset, hasta su asesinato, el 1 de diciembre de 1916, hace ya más de un siglo. Tenía entonces 57 años, aunque por su aspecto –tal era su desgaste físico– nadie le habría echado menos de 75. Foucauld no fue al desierto en busca de la soledad, sino para estar cerca de los tuareg. Fue allí para encontrarse con los pobres y se encontró con su propia pobreza. Sostengo que Foucauld es el continuador, en nuestro tiempo, de la espiritualidad de los padres y las madres del desierto y que, en este sentido, más que el fundador de una familia religiosa, es quien nos trae a Occidente la necesidad de volver al desierto, que hoy llamamos silencio e interioridad.
Foucauld fue un buscador espiritual. El primer capítulo de su atribulada búsqueda fue, probablemente, una expedición a Marruecos, donde mostró el temple del que estaba hecho. Fue la devoción de los musulmanes, curiosamente, la que le despertó el deseo de volver a la fe cristiana. Luego vino su iniciación al catolicismo, de manos de su prima Maria Bondy; su ingreso en la Trapa, primeramente en Francia y después en Akbés (Siria); su decisiva peregrinación a Tierra Santa, donde vivió en un miserable cuchitril trabajando como recadero de las clarisas y, por fin, su aventura sahariana. Todas estas etapas están acreditadas por el propio Foucauld. El número de sus cartas se cuenta por miles. Es revelador cómo el paradigma de la soledad (un ermitaño…, ¡y en el Sáhara!) se convierte en el paradigma de la comunicación. Este doble movimiento, tan elocuente en lo vertical como en lo horizontal, nos da una imagen certera de quién era verdaderamente este hombre.
Foucauld fue el prototipo del converso. Quien ahora va a ser elevado a los altares fue en su aristocrática juventud un engreído militar y un sofisticado vividor. El paso de la vida pendenciera a la venerable queda reflejado a la perfección en sus facciones, que pasan de ser sensuales y arrogantes a transparentes y bondadosas. En lugar de lanzarle a las vanidades del mundo, el homenaje que le brindó la Sociedad Geográfica Francesa –otorgándole la medalla de oro por su admirable Reconnaissance du Maroc–, le impulsó a la soledad. Corría el mes de octubre de 1886 cuando Henri Huvelin, un párroco parisino, le ordenó arrodillarse, confesarse y comulgar. Y fue allí donde todo comenzó para Foucuald. Tenía 28 años y su vida daba el giro definitivo. Comprender que existía Dios fue para él tanto como saber que debía entregarse a Él.
Foucauld fue un pionero del diálogo interreligioso. Viajó al norte de África dispuesto a convertir a los musulmanes, pero Dios le concedió el don de no convertir a ni uno. Gracias a no poder realizar sus planes, comenzó a cultivar la amistad con los destinatarios de su misión. Y fue así como este misionero ermitaño entendió la amistad como el camino privilegiado para la evangelización. Gracias a ello, emprendió un hermoso gesto de amor a un pueblo: la elaboración de un diccionario francés-tamacheq, así como la recopilación de las canciones, poemas y relatos del folclore de los tuareg. Estas obras enciclopédicas revelan su exquisito respeto a una cultura y a una religión ajenas y, en fin, su pasión por lo diferente.
Foucauld fue un místico de lo cotidiano. Lo cotidiano él lo llamaba Nazaret. Por encima de la vida pública de Jesús, que ya eran tantos los que buscaban representar –anunciando el Evangelio, curando a los enfermos, redimiendo a los cautivos, creando comunidad…–, lo que Foucauld quiso representar fue su vida oculta como obrero en Nazaret. La vida en familia, el trabajo en la carpintería, la existencia sencilla en un pueblo… Todo eso, tan anónimo, fue lo que le subyugó hasta el punto de consagrarse siempre y por sistema a lo más ordinario. Resulta paradójico que una vida, que vista desde fuera puede juzgarse extravagante y aventurera, haya sido alentada por la pasión por lo sencillo e insignificante a ojos humanos. «Recuerda que eres pequeño», dejó escrito. Y estuvo convencido de que eran muchísimos quienes podrían seguir este carisma suyo, como prueba que escribiera infatigablemente en múltiples reglas de vida.
Foucauld es el icono del fracaso. Si bien es cierto que reglas monásticas o laicales escribió muchas, también lo es que seguidores no tuvo ni uno. Tampoco logró convertir a ni un solo musulmán. Ni liberar a ningún esclavo, por mucho que se lo propuso inundando a la Administración francesa con sus reclamaciones. Vista desde los parámetros habituales, la existencia de este insólito personaje fue un total fracaso. 100 años después de que cayera mártir en su amado desierto argelino, son más de 13.000 personas en el mundo quienes nos consideramos sus hijos espirituales. Ahora la Iglesia lo reconoce. Reconoce como camino el abandono en las manos del Padre, la plegaria que Foucauld escribió en 1896, ignorando que un siglo después miles de hombres y mujeres la recitaríamos a diario.
P. Pablo d’Ors
Consejero del Pontificio Consejo de la Cultura