“Don Enrique Alvear, el Obispo de los Pobres”
El 29 de abril se conmemora un año más de su Pascua, ocurrida en 1982. En estos momentos de pandemia que azota a nuestro país, puede ser este un tiempo de reflexión acerca de su legado como testigo de Jesucristo. Sin duda, su testimonio y su obra trasciende la comunidad católica. Fue claramente un evangelizador más allá de sus fronteras, tocando con su humanidad muchos corazones y sensibilidades de hombres y mujeres de esta tierra.
“Tenía a Cristo y buscaba a Dios”, nos recuerda Jorge Hourton, en un tema desarrollado por él, con motivo del primer aniversario de su muerte. “Fue un buscador que se dejó buscar por Dios”, afirma Mariano Puga, en su ponencia presentada en la III Semana Teológica Obispo Alvear. Vivió en esa atmósfera y la irradió a su alrededor, siendo grato percibir su deslumbrante autenticidad, estando desposeído de sí mismo, lo que se manifestó en sus diversas actuaciones. Tuvo “la capacidad de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin”, según señala el Papa Benedicto XVI en su Carta Apostólica Porta Fidei, producto de su actuar diáfano y creíble.
Fue alguien que evolucionó en forma permanente. Como rememora Bernardino Piñera en “Palabras de Vida, Homilías de Don Enrique Alvear”, cualquiera podía haber cambiado, “cualquiera podía haberse dejado perturbar por las ideas nuevas… Enrique, no… Y sin embargo, Enrique cambió. Cambió más que ninguno. Algunos de sus amigos más íntimos, al verlo actuar en los últimos años de su vida, exclamaban: “¿Quién iba pensar que Enrique Alvear, tan piadoso, tan espiritual, asumiría las posturas más audaces, más imprevisibles?” Era de no creerlo. Pero Enrique seguía siendo el mismo”. Gentil pero firme cuando se trataba de la justicia.
Lo anterior, fruto de su oración profunda, de su escucha permanente, de su capacidad de estudio, abierto de mente, y de la contemplación de Cristo en la acción, revestida de una personalidad alegre y bondadosa. Integraba a su meditación todos los acontecimientos que sucedían en el entorno: comunitarios, socioeconómicos, del pueblo o de nuestra historia, eclesiales o a nivel país; nada quedaba ajeno y fuera de su alcance, dejándose interpelar por ellos. Tuvo una fe viva, vertical a la vez que horizontal, desinstalada, dinámica, carente de individualismos, siempre en sintonía con las comunidades en las cuales se insertó, animó, y se rodeó. Celebrante de la Eucaristía en comunidad y en la historia. No rehuyó los conflictos, los enfrentó con la valentía del profeta. Inspiraba confianza y seguridad.
Un hito que lo marcó profundamente, y de notoria influencia en su labor pastoral, fue su asistencia al Concilio Vaticano II y, particularmente, su participación y suscripción del “Pacto de las Catacumbas, de Santa Domitila”, entre cuyos firmantes se encontraban los obispos Manuel Larraín, Helder Camara, con el cual se comprometían a vivir su episcopado como un servicio real a los pobres mayoritarios de sus diócesis respectivas, a llevar una vida sencilla, renunciando a los signos del poder del mundo, léase privilegios, posesiones, títulos.
Fiel a su lema episcopal: “Cristo me ha enviado a evangelizar a los pobres”, se erigió como un cercano y apasionado defensor de los pobres, de los mansos, de los que lloran, de los que carecen de esperanza, de los caídos y de los que están en los márgenes e ignorados por la sociedad, de los que tienen hambre y sed de justicia. A ellos les anunció preferentemente la Buena Nueva de Dios que los quiere y los ama, pero, no de modo abstracto, sino de manera concreta, luchando y promoviendo con ellos sus derechos a una vida digna y justa, denunciando el modelo económico que los oprime y los segrega.
En este mismo sentido, en su homilía pronunciada el 1° de mayo de 1980, en la parroquia Jesús Obrero, recogida en el citado libro “Palabras de Vida”, afirma: “la clase obrera y, en general, todo el mundo de los pobres experimenta un pesado costo social, fruto de un sistema económico que niega la debida participación a los trabajadores, tanto obreros como empleados y promueve un desarrollo económico que enriquece a una minoría y empobrece a la gran mayoría”, acotando que quienes “lo promueven no les preocupa mayormente el empobrecimiento de las multitudes a pretexto de que en el futuro habrá sobreabundancia de bienes. Con terrible frialdad, sacrifican toda una generación en aras de un futuro probable que no muchos van a disfrutar”.
Consciente de la situación de desprotección y marginalidad que vivían los más desposeídos, situándose junto a ellos, y concordante con su opción pastoral, estimuló y promovió sus organizaciones, como las de los trabajadores, “los comprando juntos”, las ollas comunes, las colonias urbanas infantiles, los centros de salud, para atender sus necesidades básicas e ir en su apoyo, sin paternalismos ni clericalismos.
En la época de la dictadura puso el acento en la solidaridad y en la defensa de los derechos humanos, trascendiendo su labor sin estridencias a todos los sectores del país. Por ello no resulta ajeno constatar que su actuar permeó y sobrepasó los contornos propios de la Iglesia, como levadura en la masa. Así lo demuestran los testimonios de tantos y tantas, entre éstos, de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, con cuyos familiares y agrupación tuvo una especial cercanía y a quienes apoyó en sus demandas, haciéndolas suyas, infatigablemente. Para muchos, “durante el decenio, su lucha por mejorar las condiciones económicas y sociales del pueblo fue ejemplar”, como lo destacan Mario Céspedes y Lelia Garreaud, en su Gran Diccionario de Chile (Biográfico – Cultural).
Tenía clara conciencia de que en los perseguidos y sufrientes, cualquiera fuera su condición, religión y color político estaba Cristo y sólo Él lo motivaba a actuar. Marcó rumbos, sosteniendo que Cristo “dejó una imagen muy clara de lo que debe ser la Iglesia en medio de los hombres de hoy: no un freno paralizante, sino un faro luminoso que nos haga posible encontrar juntos, con todos los hombres, el camino de la justicia, de la paz…“. Esto lo relumbró y transmitió de manera incesante con su persona y su estilo pastoral. Como recuerda Luisa Riveros en la V Semana Teológica, dirigenta poblacional que le habló al Papa Juan Pablo II, en La Bandera, “él se acordaba de todo el mundo, de todos los problemas; se acordó de los desamparados, de los sin trabajo, de los exiliados, de todos…”.
Quería y abogaba por una Iglesia humilde, siempre nueva. Al respecto, con motivo de su peregrinación a Tierra Santa, el año 1979, al llegar a la antigua sinagoga de Nazaret, medita: “Hemos oscurecido el anuncio preferente a los pobres con tanto edificio, con tanta pompa, con tanto acomodo. El pecado se nos introduce insensiblemente, y terminamos por aceptarlo y justificarlo con razones históricas y humanas, etc.”, reflexión ésta transcrita por Maximiliano Salinas en su libro “Don Enrique Alvear: El Obispo de los Pobres”, agregando luego: “Puebla ha actualizado la misión de Jesús”. Dichas palabras hoy resultan providenciales y proféticas. Asimismo, cabe recordar que con antelación -el año 1969- se quejaba por los gastos desmedidos en obras de la Nunciatura.
Por ello no resulta extraño que un tema fundamental para don Enrique fuere “la renuncia al poder porque Dios no es poder, sino misericordia”, como lo sostiene Antonio Bentué en el documental “Enrique Alvear, El Obispo de los Pobres”, contrario a la tendencia humana de acaparar poder. Por eso, Dios se encarna en la periferia y no en el centro, captando muy bien que la encarnación es la opción por los pobres, pues si la Iglesia no se encarna abiertamente en ese mundo termina por hacerlo en el de los poderosos. No usaba la religión en función de otros intereses, el siguió el ejemplo de Jesús.
No obstante sus múltiples actividades, en el ámbito más doméstico, tuvo un gran sentido y apego a su familia, destacando su disponibilidad, servicialidad y sus lazos profundos, quedando de manifiesto con su atención, compañía y presencia en cada acontecimiento grupal o personal. “No dejes de avisarme, para estar presente con ustedes”, decía.
En este período de incertidumbre presumo que estaría actuando y anunciando la construcción del Reino -a tiempo y a destiempo- desde la perspectiva de los pobres, en medio de los más necesitados y vulnerables, acompañando y solidarizando con ellos, siendo la voz de los que no tienen voz, abriendo nuevas rutas, con esperanza. Quizá sería acusado de ingenuo, de imprudente, porque actuaría -como siempre lo hizo- con la prudencia evangélica y no con la de la carne.
Su vida como apóstol de Jesucristo, puede servir a la Iglesia y a sus miembros para escrutar los signos de los tiempos, releerse a sí misma, y para “abrir caminos nuevos –según sostenía-” en su tarea evangelizadora. Así también, a los coterráneos para construir una sociedad más justa y solidaria. ¡Qué falta nos hace!
Su Causa de beatificación se encuentra actualmente en el Vaticano.
Oscar Alvear Gallardo / Abogado