Esta semana tan especial
Cada año, esta semana que llamamos “santa” viene a alterar el curso normal de un año laboral casi recién estrenado. No voy a referirme a la distorsión casi carnavalesca que afecta a estos días con los panoramas para un fin de semana largo o las ofertas de “vacaciones de semana santa”, sino que me referiré a la profunda alteración que significan estos días que los cristianos celebramos.
Con la entrada de Jesús en Jerusalén -que celebramos hoy, en el llamado “Domingo de Ramos”- se levanta el telón del drama humano, del drama de la vida de cada persona y de todas las personas. Y Dios no es ajeno a este drama, sino que El mismo lo vive en Jesucristo, sometido hasta la muerte.
Es el drama del mal (“pecado” lo llama el Señor Jesús) que parece ejercer impunemente su dominio en los intereses torcidos de quienes buscan la muerte de Jesús, en la dureza y mentiras de los fariseos, en las complicidades de los poderosos, en los silencios culpables, en la traición de un amigo y en las negaciones de otro, en las burlas de un reyezuelo y su corte de aduladores, en la autoridad que se lava las manos, en la cobardía de los amigos que se esconden… Es el drama del inocente condenado y abandonado.
Cambian los tiempos, cambian los personajes y sus nombres, pero el drama está allí, tejiendo su trama de injusticia, de mentiras, traición, oportunismo, corrupción, envidias, silencios cómplices, cobardías, indiferencias, abandonos, etc…
La causa del drama sigue siendo la misma: el pecado de los hombres. Y en Jesús, Dios mismo se somete a este drama para vencerlo en su propio terreno.
El centro de la celebración pascual de estos días es que el drama humano del pecado no tiene la última palabra, sino que ésta pertenece a Dios. Esta última palabra es la resurrección del Señor Jesús, vencedor del pecado y de la muerte. Esta es la esperanza que nos anima y es el centro de nuestra celebración de estos días: en el Señor Jesús y con El, Dios nos hace vencedores en el drama humano.
Por eso, al celebrar Semana Santa, hacemos memoria de los acontecimientos ocurridos con el Señor Jesús hace veinte siglos en Jerusalén, pero nuestra celebración va del recuerdo de lo sucedido a la presencia viva y actuante del Señor Jesús que nos invita a entrar con El a ese Jerusalén de hoy que es nuestra vida y nuestro mundo. Nos invita a reconocer los roles que hoy representamos en el drama humano del pecado, nos invita a morir con El al pecado para participar de esa vida nueva que sólo Dios puede dar, así nos invita a ser testigos y constructores de una vida nueva y de un mundo nuevo.
Creer en la resurrección del Señor Jesús es aceptar lo que parece imposible como programa de vida, es descubrir que lo imposible forma parte de lo real y, por tanto, es no aceptar que el mundo siga adelante de la misma manera y reproduciendo impunemente el drama humano del pecado. Entonces, lo que ocurre es que el Señor Jesús en su muerte y resurrección viene a alterar profundamente la vida de las personas, viene a cambiarlo todo, viene a hacer nuevas todas las cosas.
En estos días, entonces, no se trata de una rápida incursión en el panorama religioso para luego volver a la vida “normal”, o dedicarse a unas prácticas no excesivamente comprometedoras para, luego, volver a las adormecedoras esclavitudes de siempre.
No es posible celebrar la Pascua si no estamos dispuestos a revisar y cambiar nuestra escala de valores y estilo de vida: esta es la alteración que el Señor Jesús trae a la vida de los hombres y mujeres con su muerte y resurrección.
P. Marcos Buvinic
La Prensa Austral – Reflexión yLiberación