Remar no siempre es fácil
Atravesamos por un momento difícil. Seguimos en consolación, pero experimentamos la dureza y la complejidad de nuestra diversidad. A pesar de tener un propósito y una inspiración común, existen grandes diferencias entre nosotros. De tantos rincones como provenimos, nos debemos a distintos contextos sociales, culturales y eclesiales, nos interesan cosas distintas y no es fácil entonces encontrar puntos de vista convergentes. Unos y otros pensamos que lo que conviene decir a la Compañía universal es precisamente aquello que personalmente encontramos justo y bueno. Este es, quizá, el desafío principal frente al que nos encontramos ahora como cuerpo apostólico, y no sólo como Congregación General.
Como Congregación, en lo inmediato y en relación con los temas que nos ocupan, la dificultad está en que queremos hacer documentos para distintos propósitos. Que sean breves, pero que toquen todos los puntos que consideramos relevantes: la espiritualidad, la formación, los desafíos de la realidad, el discernimiento, la colaboración entre nosotros y con otros, las nuevas estructuras de gobierno, el trabajo en red, la planificación apostólica, las relaciones con la Santa Sede, ¡uff! Además, queremos que sean documentos inspiracionales y fáciles de leer por todos los públicos a los que llegamos. ¡Ni el más pintado puede lidiar con estas tan divergentes expectativas!
Luego de ver de cerca lo que ocurre, he pensado que un desafío particular, más sustantivo, que tiene nuestra Curia en Roma y el nuevo equipo de gobierno es precisamente acercar las distintas perspectivas y evitar, o al menos aminorar, las diferencias de desarrollo y de orientación que está teniendo la Compañía en las distintas geografías del mundo. La tarea de la unidad en la diversidad será algo permanente en los esfuerzos de conducción de la Orden.
En los últimos lustros, la Compañía de Jesús, junto con la Iglesia toda, está viviendo un desplazamiento que va de Europa al Oriente. Se trata de un movimiento en sentido contrario al que vivimos en el origen del cristianismo, que corrió del próximo oriente hacia el viejo continente. Los cambios de cultura y de continente no son nuevos en la historia de la Iglesia. No se trata de una catástrofe, ni mucho menos. Pero supone nuevos desafíos a la capacidad de adaptación y de inculturación de nuestra fe y de nuestro Instituto. Cambios tan profundos de matriz cultural son inéditos al menos para la Orden e implican saber distinguir lo que es mudable de lo fundamental; supone poner a prueba la idea de que para ser cristiano no se necesita ser occidental.
Así, una misma medida puede significar cosas muy diversas según el espacio en el que ocurra. Un misma frase puede leerse de modo contrario, incluso, dependiendo de la historia del lugar. Tratar el tema que preocupa a la India o al África significa abandonar el otro que realmente interesa a Europa o a América Latina. Nos sentimos un poco atorados, la verdad. Y es bueno compartirlo porque habla de lo que somos y de lo que también queremos estar siendo. Válgaseme la expresión.
David Fernández Dávalos, SJ