La paz cristiana y la justicia
La paz de la justicia. Podemos hablar de la justicia, entendida en el sentido bíblico, como defensa de los pobres y excluidos, de los huérfanos, viudas que son privilegiados de Dios, conforme al libro del Deuteronomio (cf. Dt 10, 17-19; 16,11-12; 24,17-22; 27, 15-26).
Esta es la paz que rompe todos los esquemas del sistema establecido (que tiene como finalidad la defensa de su orden establecido), para edificarse a partir de los más pobres, a través de una justicia que invierte el orden normal de los poderes del mundo. En la base de la paz cristiana no está una determinada Constitución eclesiástica o civil, nacional o internacional, sino el derecho de los pobres, de los cojos-mancos-ciegos, de los encarcelados y desnudos, de los enfermos y hambrientos (cf. Mt 25, 31-46).
Esta no es por tanto una paz hecha de exclusiones, sino todo lo contrario; ella se construye a partir de los más pobres, no para defender el sistema, ni para excluir a nadie, sino para que los pobres vivan, sueñen, caminen… Y sólo a partir de ellos, en el hueco abierto por esos rechazados del sistema, podrán vivir y tener esperanza todos, incluso los que ahora dicen ‘paz paz’ pero preparan su guerra, es decir, la defensa de sus intereses (cf. Jr 6, 14).
La paz cristiana ¿Un proyecto posible? Recordemos que Kant -finales del siglo XVIII, escribió un libro muy significativo con el título de La paz perpetua– y propone el surgimiento de una Constitución Civil universal (no europea, sino mundial), una ‘Federación de Estados’ capaces de vivir en concordia, aunque de hecho ha surgido más bien un mercado egoísta y un imperio violento. Por eso, aceptando los valores ilustrados de su propuesta, será necesario educar mejor a los hombres, para que no caigan en los riesgos del puro mercado y del imperio.
Hoy, sigue en pie el proyecto kantiano, pero debe realizarse de otra forma, a través de un camino en el que puede ser muy importante la aportación de los cristianos, que no deben tomar para ello el poder e imponer su tipo de paz o de moralidad por la fuerza (como tantas ha veces se ha hecho en la historia reciente), sino servir de fermento de paz, desde instituciones que no son impositivas, ni obligatorias.
Eso significa que las iglesias cristianas no se constituyen como un grupo de poder al lado de otros (o por encima de los otros, especialmente de los Estados y del sistema económico-imperial), sino que ofrecen una experiencia de reconciliación concreta entre hombres y mujeres de pueblos y culturas diferentes, no para que ellos abandonen sus culturas y se igualen entre sí, sino para que puedan dialogar y vincularse unos con otros, desde su propia diferencia. El judaísmo era y, en algún sentido, sigue siendo una nación particular al lado de las otras. También el Islam tiende a configurarse, al menos en cierto sentido, como un grupo social, con una cultura propia.
Los cristianos, en cambio, no quieren ser una nación, ni un grupo de poder fáctico entre otros, sino que quieren vivir y ofrecer una experiencia de diálogo abierto, unos espacios de paz humana (familiar y social, de perdón y justicia) que puede expresarse en grupos y naciones diferentes, con culturas y formas políticas distintas.
La paz cristiana es una fraternidad abierta, de tipo gratuito, que no niega las formas de vida y las culturas particulares, sino que quiere que todas ellas dialoguen en una armonía de amor, en un arco iris bello de colores desde los más pobres y expulsados de la tierra.
Xavier Picaza Ibarrondo – Doctor en Teología