Epidemia de desconfianza
En los antiguos almacenes de los barrios era habitual encontrar un letrero que decía: “La confianza se murió, el mal pago la mató; por eso, se avisa con cortesía, que aquí se vende y no se fía”. Pareciera que ahora, del refrán popular, hemos pasado a una desatada epidemia de desconfianza que va minando las bases de la convivencia entre las personas y en la sociedad.
La muerte de la confianza, por la pérdida del sentido ético y la asfixia de la dimensión espiritual del ser humano, es uno de los mayores enemigos de nuestra felicidad personal y social, porque muchos asumen como actitud vital la de encerrarse en su propio metro cuadrado y desconfiar de todo y de todos, en respuesta a tantos engaños y sinvergüenzuras de los sobreabundantes casos de corrupción de personas e instituciones de todos los tipos, pelajes y colores.
El problema es que la confianza es la base de todas las relaciones y sin ella no se puede vivir humanamente. La confianza es una mirada positiva, no ingenua, sobre la buena voluntad y capacidad de bien de las personas, aun cuando siempre es posible que realicen actos deshonestos. En la instalación de la desconfianza como base de las relaciones, hay una visión muy negativa del ser humano: alguien mentiroso, egoísta y ladrón, que engaña buscando su propio interés. Pero, no se trata sólo de una visión negativa del ser humano en general, sino una pobre visión de sí mismo, pues siguiendo con los refranes, en la desconfianza sistemática se manifiesta que “el ladrón cree que todos son de su condición”.
Son tremendos los efectos de la epidemia de desconfianza: nos conduce a vivir con miedo y a la defensiva, vivimos en un estado de alerta cansadora para no ser engañados; así, nos encerramos en nosotros mismos buscando seguridades y todo se interpreta desde la duda; entonces, ya no hay diálogo sincero, nadie se siente escuchado, se crean sospechas y distancias, anticipando algo negativo. En esta epidemia de desconfianza sistemática ya no hay valoración del otro y todo se mira con “ojo malo”, así se pierde la capacidad de avanzar (fíjese usted, la desconfianza siempre es conservadora); se pierde la capacidad de acogida y nos volvemos intolerantes, se atrofia la mente y se achica el corazón y, ocurre algo muy doloroso: que no nos sentimos un pueblo que pueda caminar juntos buscando algo mejor para todos. ¡Uf, son terribles los efectos de la epidemia de desconfianza!
Probablemente, usted está pensando que si hay una epidemia de desconfianza “por algo será”. ¡Por supuesto que sí! Esta epidemia es el resultado de muchas confianzas defraudadas y credibilidades erosionadas por la pérdida del sentido ético y la asfixia de la dimensión espiritual del ser humano. El resultado es que a quienes viven la desconfianza sistemática, basta verlos moverse en su mundo empobrecido de relaciones humanas para percibir que es una opción que no los hace felices y les hace mucho daño, a ellos y a otros; no se puede vivir humanamente a la defensiva, desde el recelo y las sospechas. Es destructivo para las personas, las relaciones humanas y la vida en sociedad.
La confianza es la actitud que permite no vivir a la defensiva y tampoco en una credulidad ingenua, sino en una credibilidad basada en las capacidades y valores de otras personas e instituciones, y por eso su pérdida es tan dolorosa. Pérdida que puede ocurrir por grandes desilusiones o puede ser erosionada por pequeñas decepciones, por eso es un tesoro que siempre debe cuidarse desde las pequeñas cosas, y esas pequeñas cosas son la medida de la confianza, como dice el Señor Jesús, “el que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho”. Ser creíble es una tarea que demanda mucho tiempo y trabajo responsable, pero esa credibilidad arduamente conquistada puede perderse en un segundo.
La decisión, entonces, es aprender a confiar. Sí, se trata de “aprender a confiar”, y no -simplemente- de una credulidad ingenua y carente de sentido crítico. Por cierto, confiar siempre será un riesgo, pero hay que aprender a vivir con un riesgo consciente y calculado. Se trata, en palabras del Señor Jesús, de aprender a ser “mansos como palomas y astutos como las serpientes”, y así discernir -en todos los aspectos de la vida- en quién se puede confiar porque es creíble y su palabra vale. Decidirse a confiar en otros, sabiendo en quién confiamos, es el camino para reconstruir un tejido de relaciones humanizadoras y una convivencia social saludable.
Por último, el aprendizaje de la confianza es uno de los fundamentos de la experiencia de la fe cristiana, como lo señala el apóstol Pablo, cuando -refiriéndose al Señor Jesús- dice “yo sé bien en quién he puesto mi confianza”.
Marcos Buvinic – Punta Arenas
La Prensa Austral – Reflexión y Liberación