Las bondades del celibato opcional
Son bien conocidas las bondades del celibato como entrega y servicio a los pobres a lo largo de la historia de la Iglesia.
El problema es convertir ese don –que algunos tienen toda su vida o sólo una parte de ella– en condición sine qua non para ser presbítero y servidor de la comunidad en la Iglesia católica romana durante toda su vida. Ahí surge el problema. Hay asociaciones llenas de buenos curas; y, en consecuencia, reclaman –como bastantes de ellos desean– el celibato opcional, sumándose a la ya legión de curas, religiosos/as y laicos/as en la Iglesia.
Las razones negativas del celibato obligatorio de los curas me parecen fundamentalmente dos:
a) Por una parte, la que afecta a las personas, los curas a los que se les imponen este celibato de por vida si quieren serlo. Las vidas a veces dan para mucho (¿que habría sido del mismo Jesús de Nazaret si hubiera vivido el doble de años?), y los humanos somos seres en movimiento, en constante evolución; el amor y los sentimientos (las tripas… dice la psicología actual, lo que realmente nos mueve) son incontrolables, van más allá de las ideas y éstas no pueden dominarlos: una apuesta sincera de hoy, hecha desde la cabeza y el corazón, se hace insostenible mañana. Y se tiene derecho a tomar una decisión que cuestione algo de esa decison tomada librementea, aún sin abandonar planteamientos que se han sostenido durante décadas. El hecho de que la Iglesia católica-romana no acepte esto, ha causado mentiras, doble vida, y un incontable sufrimiento a lo largo de su historia, propios y ajenos.
b) Por otra, y esto es más importante aún, lo que afecta a la comunidad cristiana y la sociedad. El celibato, desde opciones muy discutibles que arrancan del mismo Pablo de Tarso, ha sido defendido en la Iglesia durante siglos como el estado de los “perfectos”, los mejores; casarse era “para la clase de tropa”, como dice una nefasta norma de Camino. Esta aristocracia(“gobierno de los mejores”) ha justificado el clericalismo, una jerarcología(Congar), o mejor una jerarcocracia: el dominio absoluto de una casta de célibes –reales o en muchos casos ficticios– sobre toda la Iglesia. Ha hecho una Iglesia “desigual y jerárquica”, expresada magníficamente en unas tremendas y conocidas palabras de Pío X: “La Iglesia es, por naturaleza, una sociedad desigual. Es una sociedad compuesta de un orden doble de personas: los pastores y el rebaño, los que tienen un puesto en los diferentes grados de la jerarquía y la muchedumbre (plebs) de los fieles. Las categorías son de tal modo distintas unas de otras, que sólo en la jerarquía residen la autoridad y el derecho necesario para mover y dirigir a los miembros hacia el fin de la sociedad, mientras que la multitud no tiene otro deber sino el de aceptar ser gobernada y cumplir con sumisión las órdenes de sus pastores” (Encíclica Vehementer Nos, cap. III).
Este clericalismo es, necesariamente, fuente abusos de un orden u otro, como ha reconocido el Papa Francisco. Urge una reforma profunda, y no es suficiente con consejos espirituales que intenten moderar los abusos de la jerarcocracia de célibes, con la justificación de presunto “amor indiviso” a Jesucristo, que nos enseñaban hace décadas en el Seminario.
Es necesaria una ‘Refundación de nuestra Iglesia’ (Refounding our Church in the aftermath of the sex-abuse scandals); una reforma profunda que haga de la Iglesia una realidad democrático-koinónica, una Iglesia de iguales al servicio de la causa del Reino de Dios, que acabe con todo privilegio que permita cualquier tipo de abusos autoritarios, políticos, económicos y sexuales.
Vitorino Pérez Prieto, Teólogo