¿Evitar el contagio a cualquier costo?
Una nueva situación crítica vive el sistema financiero internacional. Empresas dedicadas a la tecnología que requieren largos plazos para la maduración de inversiones crecientes, con períodos previos sin resultados positivos, han demostrado la fuerte debilidad de un sistema organizado con pilares que benefician al capitalismo financiero y, dentro de este, a los grandes bancos y grandes inversores que cuentan con información privilegiada.
Uno de los consensos en los países centrales es la delegación de la política anti-inflacionaria en los bancos centrales que se manejan con autonomía de las políticas económicas de los países, gozan de una llamada independencia que sustrae el manejo de la política monetaria del poder de las autoridades elegidas por la ciudadanía y la dejan en manos de una burocracia meritocrática y con un fuerte grado de internacionalización. Esa política anti-inflacionaria ha adoptado la lógica de manejar la tasa de interés como su herramienta fundamental. Cuando la inflación sube, la tasa de interés se eleva y la demanda agregada cae. Con la caída del consumo y la inversión (componentes de aquella) se pretende un descenso del nivel de actividad y, por lo tanto, una estabilización de precios debido a una menor demanda frente a una misma oferta. El modelo de regulaciones de los bancos centrales supone que la inflación es un fenómeno de exceso de demanda.
En los últimos tiempos, la suba de la tasa de inflación en los países centrales fue combatida con subas en las tasas de interés, lo que provocó el final de una época de “dinero barato”, que resultaba afín a las modalidades del desarrollo de las empresas de tecnología. El fin de esa fase aumentó el costo del crédito y, por lo tanto, debilitó la solvencia de esas empresas y de las instituciones financieras ligadas a ellas. Con la falencia de las primeras entidades financieras en los Estados Unidos, el fenómeno se contagió a entidades europeas.
Otra característica de la regulación del sistema financiero es el carácter microprudencial que asume. Este presume de que la fortaleza del sistema depende de la fortaleza de las entidades. El todo equivaldría a la suma de las partes. Los economistas heterodoxos, como Minsky y Kregel, no acuerdan con esta concepción y suponen una fragilidad intrínseca del sistema financiero. Mitigarla supone regulaciones macroprudenciales. Lo que se observó —tanto en la crisis del año 2009 como en las actuales primeras manifestaciones de una posibilidad de nuevos contagios— es que cuando una entidad sufre iliquidez y se insolventa, aparecen contagiadas otras, revelando problemas sistémicos que permanecían velados.
Así, vuelve a repetirse que el sistema de regulaciones de Basilea (microprudencial) falla. Y no lo hace por errores de implementación ni por cuestiones de orden técnico. Es erróneo en su concepción. Las solvencias de las entidades no son independientes entre sí, sino interdependientes. La mutación que el neoliberalismo hizo del predominio previo de normas que regulaban con el centro puesto en la liquidez del sistema a otras que tienen como regla axial regular los capitales requeridos por el riesgo de los créditos otorgados implicó el debilitamiento de los sistemas financieros nacionales e internacional. Esta forma de regular no es el resultado de una creencia teórica, sino un baluarte de los beneficios en el marco de la financiarización. Favorecen la expansión del nivel de crédito de las entidades respecto a su nivel de capitalización y al de los depósitos que captan. Esto implica el potencial crecimiento de sus beneficios respecto a su capital. Por otra parte, los capitales exigidos por préstamos otorgados subestiman el riesgo de los préstamos a grandes empresas y sobrestiman el de las pequeñas y medianas, así como el de los nuevos proyectos empresarios y de inversión. O sea, también favorecen la concentración económica.
En estas circunstancias de tembladeral financiero internacional, como en el caso de la crisis del 2009, los bancos centrales de Estados Unidos (la FED) y de la zona del Euro (el BCE) han optado por implementar políticas de to big to fall (es demasiado grande para dejarlo caer) con lo cual organizan salvatajes que implican inyectarles el dinero necesario a los bancos grandes para que paguen a los depositantes cuando dichas entidades entren en problemas.
Es importante el análisis respecto a la tasa de inflación en alza. Cabe reparar en que tanto el tránsito de la pandemia como la guerra en Europa han provocado alzas en los costos que no se aplacan con la suba de la tasa de interés. También en esto falla la doctrina sobre los bancos centrales de la ortodoxia de la financiarización. Combatir problemas de inflación de costos con políticas de contención de demanda. Pero el dogma está impregnado de todas las condiciones necesarias para favorecer los beneficios de los sectores que dominan el capitalismo financiero. Así, un artículo de la revista The Economist se pregunta si los bancos centrales optarán por bajar la tasa de interés para aflojar tensiones o continuarán subiéndola, asumiendo que la caída de determinadas entidades es también tarea de los organismos a cuyo cargo está la política monetaria.
Resulta de un carácter imperial y ajeno a un orden internacional cooperativo que, mientras se inyectan fondos para salvar entidades privadas a las que se considera muy grandes para caer, y así prevenir contagios favorecidos por una regulación ineficiente de las entidades, no haya política alguna respecto de las deudas de los países periféricos con los organismos multilaterales de crédito. Ni reducciones de deuda, ni extensiones de plazo y períodos de gracia, ni tratamientos específicos sobre las tasas de interés. Los países periféricos sufren aún más los aumentos de costos por lo que fue la atención de la pandemia, los efectos de la guerra y sus impactos en los precios y mercados de commodities.
Ninguna institucionalidad se ha organizado para reparar y mitigar los impactos de estos hechos dramáticos sobre esas naciones, convertidas en parias del sistema internacional, que está en decadencia y desorganizándose.
Guillermo Wierzba / Economista