Una elección para decir No a la Violencia
Mientras millones de brasileños esperan con ansia que brille el sol de un nuevo día, la segunda vuelta electoral en el gigante latinoamericano aparece todavía surcada por algunas nubes que empañan un muy probable resultado.
El mapa de la primera vuelta repitió, con algunos matices, la habitual tendencia histórica. En los más ricos Estados del Sur y Sureste predominó el voto conservador y antipetista; en el Nordeste y Norte, la victoria de Lula fue arrolladora. El Amazonas se dividió entre el poder de los sectores ganaderos, mineros y agricultores, beneficiados por el actual gobierno y los defensores medioambientales y los pueblos indígenas, a quienes la política bolsonarista perjudicó. En Acre y Roraima, estados lindantes con Perú y Venezuela, el triunfo derechista fue probablemente favorecido por las específicas problemáticas fronterizas.
Un primer corte indica el sesgo histórico del país. Mientras el Sur continúa siendo prisionero de un pasado esclavista, racista y excluyente, el Norte empobrecido, heredero de los quilombos de esclavos libertos pero también de la depredación del monocultivo cauchero, apoya las opciones emancipadoras.
Los interrogantes son pocos, difíciles, pero no imposibles de responder. ¿Se repetirá el error de las encuestas con relación al voto vergonzante y oculto para Bolsonaro? ¿Qué sucederá en Minas Gerais, frontera entre Norte y Sur, Estado con el segundo mayor caudal electoral, con el antecedente de que ningún presidente anterior perdió allí? ¿Adónde irán los ocho millones y medio de votos que en primera vuelta optaron por Simone Tebet o Ciro Gomes? ¿Se repetirá la abstención del 20% que no acudió a las urnas el 2 de octubre?
La pregunta central, sin embargo, es: ¿triunfará la necesidad de cambio hacia un Brasil menos violento o vencerá la conducta regresiva y violenta promovida por el actual gobierno militarista?
La violencia de Bolsonaro
La orientación violenta del actual gobierno es nítida. Las armas y la represión han sido signos característicos de la política y el discurso bolsonarista, que alimentó de principio a fin la discriminación y la misoginia. La presencia de los más altos rangos militares en su gobierno ha hecho de esa gestión una democracia tutelada por el ejército, lo que junto a las repetidas alusiones favorables al golpe de 1964 colocan al ex capitán como la continuidad acabada de la dictadura que Brasil sufrió durante los veintiún sucesivos años hasta 1985.
Tal es así que la misma dictadura militar instauró a partir de 1967 un sistema político bipartidista controlado –incluso legitimado por una constitución civil– en el que el partido militar Arena gobernó a través de su mayoría parlamentaria en ambas cámaras. Toda coincidencia con la actualidad es real.
Más allá de la ostentación radical de la violencia armada, la política económica del gobierno saliente ha reinstalado el despotismo neoliberal, comandada como ya se comentó antes, por Paulo Guedes, quien cuenta en su currículum no solo con el doctorado en Economía de la Universidad de Chicago – facultad comandada por el ultraliberal Milton Friedman – sino también por haber participado en un cargo menor en la implementación de dicha doctrina económica en el régimen de Pinochet.
Como no podía ser de otro modo, la crueldad económica devolvió a Brasil al mapa del hambre –del que había salido gracias a los gobiernos de Lula-, recortó la inversión social mediante la política de “Techo de gastos” y comenzó el proceso de privatización de activos valiosos del Estado como Eletrobrás (mayor empresa eléctrica de América Latina) y de la petrolera estatal Petrobrás. La intención declarada del gabinete bolsonarista es de liquidar la propiedad social acuñada durante décadas desprendiéndose de todas las empresas del Estado, lo que ni siquiera las dictaduras y gobiernos neoliberales lograron en las cuatro décadas que sucedieron al golpe contra Joao Goulart.
Esta violencia económica ha motivado un encarecimiento de los alimentos y el combustible, lo que ha elevado la inflación a índices intolerables para la mayoría de la población.
Otro indicador de la (in)conducta presidencial ha sido el desprecio de los derechos de las mujeres a través de una descarada ostentación de machismo rayana incluso en menciones pedófilas contra niñas inmigrantes.
Desde su infancia, Luis Inâcio Lula da Silva, fue víctima de la violencia social de un país desgarrado por la explotación inmisericorde de su pueblo y sus enormes recursos naturales. De allí que no sorprenda que su vida se centró en la defensa de los derechos de los trabajadores y las mayorías vulneradas, en un marco sindical primero y luego como político y estadista.
Si bien su mandato, tal como fue el caso de otros progresistas de la región, no aspiró a transformar de raíz la estructura capitalista y dependiente, tuvo logros destacados en materia de derechos y oportunidades para millones de personas, realizando una ampliación colectiva de la libertad de opción.
Aún en el marco de un parlamento donde la derecha tendrá mucha fuerza y teniendo en cuenta el poder concentrado de las finanzas y los medios junto a la forzosa alianza política con sectores de centro, no hay dudas sobre la elección que tiene por delante el Brasil.
Mayor equidad en la distribución de la renta nacional o aumento del hambre, la miseria y la desigualdad. Más educación y salud pública o privatización. Más democracia o autoritarismo. Más derechos para las mujeres o sometimiento al machismo. Más soberanía y más integración o aislamiento internacional. Más cuidados medioambientales o expolio irrestricto de los recursos naturales. Más acción proactiva contra la discriminación o profundización del racismo. Más tolerancia y diversidad o la irracionalidad medieval de un confesionalismo extremista, son algunas de las opciones en juego.
El nuevo gobierno de Lula en Brasil no será perfecto. Sin embargo, es un paso evolutivo necesario para salir de la catástrofe, una elección para continuar en el camino de abandonar la prehistoria violenta.
Javier Tolcachier / Centro Mundial de Estudios Humanistas