‘Bienaventurados los pobres’ / Ángel Rodríguez, CMF
No es uniforme el rostro de los pobres, como tampoco lo es el vocabulario de la pobreza.
Pobre es el indigente de ascendencia humilde (raš) y también el subordinado e inferior condenado a trabajos forzados (misken). Es pobre el humilde y aplastado, necesitado de refugio y de amparo (dak), como lo es el débil y el flaco (dal) que ha de apoyarse en otros para mantenerse en pie. También es pobre el mendigo y el vagabundo (‘ebyôn), así como el humilde (‘anah) que, curvado sobre sí mismo (humillado), está condenado a mirar hacia la tierra (humus) agobiado bajo el peso de la miseria o de la aflicción. Son pobres, finalmente, aquellos que convierten la sumisión resignada al poder de los hombres en una sumisión libre y resignada a la voluntad de Dios (‘anawim). Este sustantivo, junto con el anterior, da a la pobreza un matiz estrictamente religioso, hasta convertirse en sinónimo de «piadoso» y de «humilde». ¿Son dichosos todos y cada uno que pueden clasificarse bajo cualquiera de los sustantivos mencionados? ¿Son dichosos los pobres por el hecho de ser pobres?
Si Jesús proclamó dichosos a los ‘anawim, no olvidemos que son hombres curvados por el peso de la existencia; hombres que por mirar a la tierra (humus) son humildes, pero revestidos de una dulce paciencia y de absoluta confianza en Dios, de quien se declaran –ya con su gesto corporal– vasallos obedientes. Late en este vocablo la pobreza real, con todas sus modalidades, pero también la religiosa. La riqueza asociada a las cualidades o a la práctica de la virtud no nos convierte en dichosos ni nos da ningún derecho ante Dios. La pobreza dichosa pasa por el camino de las nadas: la nada del «tener» porque todo lo hemos dado, y la nada del «ser» porque a todos nos hemos dado. Ante Dios permanecemos curvados y absolutamente confiados. ¡Qué bien lo supieron y expresaron hombres y mujeres egregios/as como Francisco de Asís o Teresa de Liseux!
Tal vez sea fácil vivir sin dinero o propiedades. Algo más difícil es entregar nuestro tiempo y nuestras cualidades, nuestro ser. Mucho más difícil es no apegarnos a nuestras buenas acciones. Lo realmente bienaventurado y dichoso es quedarnos únicamente con Dios. ¡Qué pronto aprenderá a ser pobre aquel que se sabe amado!, repetía otro gran hombre: Charles de Foucauld. La dinámica de esta bienaventuranza que nos torna dichosos procede de la contemplación de Cristo, quien «siendo rico, se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza» (2Cor 8,9). Nuestra experiencia nos cerciora de lo difícil que es gozar esta pobreza bienaventurada.
Ángel Rodríguez, CMF