La audaz aventura de Chile en Democracia
A pesar de muchos desafíos y disputas, mi país se ha embarcado en un proyecto notable: un debate verdaderamente popular sobre qué tipo de nación debe aspirar a ser.
El destino tanto de la nueva constitución como del Presidente entrante dependerá del pueblo chileno. Si este experimento de redefinición nacional tiene éxito, podría servir como modelo inspirador para países de todo el mundo. Pero si los votantes rechazaran estas reformas, en un referéndum previsto para fines de septiembre, se erosionaría aún más la confianza de los chilenos en la democracia como solución a los males de un país que, como tantas naciones hoy, podría sucumbir a las tentaciones del autoritarismo.
Como tantos países del mundo, Chile, mi país de origen, enfrenta una serie de crisis que se entrecruzan. Lo que es alentador es la forma democrática, creativa y responsable que ha encontrado para enfrentar esta situación: una Convención Constitucional que se ha encargado de crear una nueva Carta Magna para reemplazar la constitución del dictador militar Augusto Pinochet, que desde su aprobación fraudulenta en 1980, ha frustrado reformas indispensables. La convención nació como respuesta a una revuelta generalizada en octubre de 2019, durante la cual millones de ciudadanos enfurecidos exigieron un cambio drástico en la forma en que se gobierna su nación y, de hecho, en su propia concepción.
Muchos de los temas que debaten los miembros de la convención son específicos de Chile, pero parecerían demasiado familiares para los lectores en los Estados Unidos y en otros lugares: cómo reducir la desigualdad de riqueza, responder a una enorme afluencia de inmigrantes indocumentados, reformar una policía que utiliza la violencia a mansalva, proteger la libertad de expresión en una sociedad cada vez más vigilada y hacer frente al cambio climático sin interrumpir el crecimiento económico vital. Y cómo construir una nueva identidad nacional basada en confrontar la amnesia que ha permitido que las atrocidades del pasado, particularmente contra las personas de color y las naciones indígenas, sean enterradas y olvidadas.
Si este experimento de redefinición nacional tiene éxito, podría servir como modelo inspirador para países de todo el mundo. Pero si los votantes rechazaran estas reformas, en un referéndum previsto para fines de septiembre, se erosionaría aún más la confianza de los chilenos en la democracia como solución a los males de un país que, como tantas naciones hoy, podría sucumbir a las tentaciones del autoritarismo.
Los contornos de esa nueva Constitución aún no están claros, pero se puede vislumbrar hacia dónde se dirige el proceso a partir de la composición de los 155 miembros de la convención. Estos delegados, elegidos por elección en mayo pasado, provienen en su mayoría de los confines y provincias del país, con una presencia significativa de las comunidades nativas desatendidas y postergadas de Chile. Con esta amplitud de representación, paridad de género y una edad promedio de cuarenta y cinco años, los miembros de la asamblea se parecen mucho más a la población verdadera y variada de Chile que a la élite que ha gobernado esta tierra durante más de dos siglos desde la independencia. Quizás lo más significativo es que solo treinta y siete delegados provienen de partidos conservadores, lo que significa que no podrán vetar los cambios radicales que la mayoría de la convención favorece y que el propio país pide a gritos.
La atención pública, hasta ahora, se ha centrado fundamentalmente en los intentos de repensar los cambios institucionales y políticos que requiere Chile para ser gobernado de manera diferente. ¿Cómo controlar un régimen presidencial que otorga demasiado control a una persona, facilitando la autocracia, la corrupción y los abusos? Y el Senado: ¿Debe ser abolido, o al menos reducir notablemente su influencia? ¿O es necesario un órgano deliberativo de este tipo para garantizar que las regiones menos pobladas pero esenciales del país mantengan representación? En cuanto al Poder Judicial, ¿cómo aislarlo de la presión y, al mismo tiempo, asegurarse de que no pueda restringir los cambios que tantos chilenos exigen? ¿Qué tipo de estatus autónomo e independencia judicial deberían disfrutar los pueblos originarios, o deberían ahora llamarse “naciones”? ¿Cómo devolverles sus tierras ancestrales y sus derechos sin dañar los intereses de tantos chilenos no indígenas que ahora poseen esas tierras o trabajan en ellas?
En su misión de re-imaginar las leyes fundamentales de Chile, la convención tiene un aliado crucial en el Presidente electo Gabriel Boric, un carismático exlider estudiantil de treinta y seis años. Como muchos miembros de la convención, se define a sí mismo como un activista feminista y ecológico, además de alguien profundamente respetuoso de las lenguas y tradiciones nativas de Chile. Y al igual que el ala progresista de la convención, cree que los chilenos no pueden beneficiarse de una adecuada atención en salud, educación, vivienda, planes de pensiones y seguridad a menos que el país repudie las políticas económicas neoliberales vigentes y se construya en su lugar una sociedad basada en la solidaridad, en vez de la ganancia y la codicia.
La ciudadanía misma es el tercer factor en este proceso de creación de nuevos cimientos para la nación. Eligieron a Boric en diciembre con el mayor número de votos en la historia del país, superando a su rival, un político de ultraderecha que profesaba admiración tanto por el general Pinochet como por Donald Trump y Bolsonaro, por más del 11 por ciento. Las elecciones, sin embargo, no son la única forma en que los chilenos expresan sus esperanzas para el futuro del país; la convención ha brindado a las personas una forma única y original de expresar sus preferencias en un proceso de democracia directa.
Grandes contingentes de mis conciudadanos —casi un millón de ellos — enviaron iniciativas legislativas a la Convención, setenta y ocho de las cuales contaron con el respaldo de más de 15.000 signatarios, umbral de elegibilidad para la consideración de los delegados. Estas ideas abarcan un amplio espectro político e ideológico: algunas defienden la propiedad privada y las fuerzas armadas, otras hablan de otorgar derechos al mundo natural, incluidos los animales y los glaciares, y establecer a Chile como una república plurinacional y multilingüe. Muchos repiten las demandas expresadas por las protestas callejeras de los últimos años: nacionalizar los recursos minerales y hídricos ahora en manos privadas, legalizar el cannabis, detener la brutalidad que la policía ha infligido a los jóvenes y los pobres e instituir un sistema nacional de salud para todos y pensiones garantizadas para la población adulta mayor.
A pesar del gran éxito que representa la mera existencia de la convención y la amplitud de sus constituyentes, y el compromiso democrático entusiasta que ha generado, el camino por recorrer no será nada fácil.
La Convención también ha hecho un mal trabajo hasta ahora por comunicar el considerable progreso que ha logrado al reducir más de mil propuestas para diferentes artículos en la nueva Carta Magna leyes coherentes. Este es un problema que se ha visto exacerbado por una campaña concertada de hostilidad de los blogueros de derecha y las redes sociales. (Imagínese si los redactores de la Constitución de los EE UU en Filadelfia en 1787 hubieran tenido que hacer su trabajo de deliberación frente al incesante vitriolo y la desinformación publicada en Facebook y Twitter).
En cuanto a Boric, ha incorporado hábilmente a su gabinete a algunos socios socialdemócratas a los que tildó hace muy poco de demasiado moderados. Pero se enfrenta a un Congreso en el que la oposición acapara suficientes escaños como para negarle la mayoría de las reformas que ha prometido promulgar, medidas por las que no dejarán de agitarse los movimientos de base que nutrieron su candidatura, lo que podría derivar en una peligrosa inestabilidad política y social.
Sin embargo, en última instancia, el destino tanto de la nueva constitución como del Presidente entrante dependerá del pueblo chileno. Durante el último mes de mi estadía aquí, he hablado con muchos de mis compatriotas fatigados por la pandemia. La mayoría de mis conversaciones transcurrieron durante las largas horas que estaban esperando en la fila: para recibir atención médica en clínicas de salud desvencijadas o para un bus que nunca llega, para pagar facturas en un banco sin personal, para solucionar un problema con su teléfono o servicios de Internet, o para denunciar la actividad narco en su barrio a una fuerza policial desmoralizada.
Así es el día a día de tantísimos chilenos hoy: esperar y luego esperar un poco más. Sentí en ellos una enorme marea subterránea de frustración, incluso de ira a punto de desbordarse, aunque siempre contenido por una paciencia básica.
En un momento, conocí a una anciana empobrecida en una clínica. Allí estaba, esperando a que una enfermera le sanara sus heridas: los tobillos vendados, las manos artríticas, obviamente desnutrida. Le habían dicho que llegara a las 8 de la mañana. Habían pasado tres horas y nadie la había atendido. Le pregunté cómo podía ser tan paciente.
“Necesito serlo”, respondió ella, con gran dignidad. De hecho, la dignidad es la palabra que uno escucha en los labios de todos, porque es lo que más desean para sí mismos mis compatriotas: ser tratados como seres humanos plenos. “Tengo que ser paciente”, repitió. “Pero mi paciencia no es infinita”.
Ariel Dorfman – The New York Review of Books