El cinismo mundial ante Afganistán
En 2001 miles de periodistas, analistas y políticos clamaron en favor de una intervención militar en Afganistán como respuesta a los ataques del 11S que Al Qaeda perpetró en Estados Unidos.
La propaganda estadounidense, para convencer a la comunidad internacional, aseguró que además liberaría a las mujeres afganas de la opresión del régimen talibán. Si viviéramos en un mundo idílico podríamos creer que los Ejércitos armados no arrojan bombas, solo construyen paz. Pero como no vivimos en un mundo idílico es obligación analizar la realidad para no caer en la trampa de cualquier propaganda.
Los mismos que defendieron aquella intervención militar, la ocupación del territorio afgano, la imposición de la fuerza armada e incluso los múltiples ataques estadounidenses que en todos estos años han matado a población civil, son los que ahora lamentan la situación en la que queda el país con el avance de los talibanes. De forma asombrosa desvinculan por completo la presencia de EEUU y su aliados de la OTAN durante veinte años en el país de todo lo que ha ocurrido en Afganistán desde 2001.
Nada alcanza el horror impuesto por el régimen talibán en su día, cuando las mujeres no podían salir a la calle sin la compañía de un hombre, ni estudiar, ni reír en público, ni hacer ruido al andar. Pero en dos décadas de ocupación militar ni EEUU ni sus aliados lograron evitar que Afganistán siga siendo uno de los peores países del mundo para las mujeres, como han advertido organizaciones de derechos humanos, activistas y periodistas afganas, sin conseguir nunca suficiente reacción internacional. Ahora la toma del país por los talibanes amenaza con empeorar aún más sus vidas.
Dos tercios de las jóvenes afganas no están escolarizadas y el 75% afrontan matrimonios forzosos, en muchos casos antes de cumplir 16 años
Uno de los peores países para las mujeres
«No uso el transporte público, evito la calle y los lugares públicos, el acoso es continuo o incluso diría que ha aumentado últimamente, tanto verbal como físico», denunciaba en 2019 en una conversación una activista afgana que me pidió mantener su anonimato. Dos tercios de las jóvenes afganas no están escolarizadas, el 80% de las mujeres siguen siendo analfabetas, más de la mitad han sufrido violencia machista en el seno de su propia familia y el 75% afrontan matrimonios forzosos, en muchos casos antes de cumplir 16 años. Todo ello, cuando aún estaban las tropas de la OTAN en el país, antes de que los talibanes conquistaran territorio y llegaran hasta Kabul.
Durante los veinte años de presencia militar extranjera se han seguido registrando ataques a mujeres cuando se desplazan a la escuela o al trabajo. Los porcentajes de violaciones y de casos de violencia machista son muy elevados, así como los índices de abusos sexuales cometidos por las fuerzas de seguridad.
ONG, activistas y periodistas han denunciado durante años la situación de las afganas, pero Europa consideró que Afganistán era un país seguro para ellas y prefirió no aceptarlas como personas refugiadas que asumían riesgos si eran deportadas. Casi nadie puso el grito en el cielo entonces, a pesar de que muchas huían de agresiones sexuales, violencia de género sistematizada, discriminación y ausencia de futuro. Hay quienes solo han querido elevar su voz ahora que Estados Unidos y sus aliados se marchan. Pareciera que consciente o inconscientemente quisieran aceptar el argumento falaz de que las cosas van bien con la presencia de tropas estadounidenses y solo empiezan a ir mal cuando estas abandonan.
Lo cierto es que en 2015 y 2016 miles de personas refugiadas afganas llegaron a Europa, desesperadas, en busca de una salida. Superaban en número a los refugiados sirios e iraquíes. En Grecia, en Macedonia, en Serbia o Hungría nos rogaban a los periodistas que contáramos sus historias. Salvo excepciones, los países europeos consideraron que no eran merecedoras de ayuda. Durante cuatro décadas Afganistán ha sido uno de los países que más personas refugiadas ha generado. Pero los Gobiernos europeos apenas han aceptado a medio millón.
Los ‘señores de la guerra’ aliados de Washington
Ese mismo año la diputada Malalai Joya recibió insultos y amenazas en el propio Parlamento después de que ella acusara a algunos diputados de haber sido criminales de guerra. En 2007 fue inhabilitada por un periodo de tres años. Varias organizaciones internacionales mostraron su apoyo a Malalai, así como seis mujeres Premio Nobel e intelectuales como Naomi Klein o Noam Chomsky. La asociación Paz Ahora emitió un comunicado en el que señalaba que «el 21 de mayo de 2007, con una amplia mayoría, el Parlamento dominado por señores de la guerra y narcotraficantes inhabilitó a Joya por un periodo de tres años y ordenó al Tribunal Supremo que abriera diligencias contra ella». Esos señores de la guerra han sido, en muchos casos, los aliados de Estados Unidos en el país.
En estos años, con las tropas extranjeras en suelo afgano, mujeres emprendedoras y pioneras han recibido continuas amenazas y agresiones. Muchas fueron asesinadas. Entre ellas, la periodista Zakia Kaki, directora de una radio en la provincia de Parwan, con programas dedicados a los derechos humanos, la educación y la emancipación de las mujeres. En junio de 2007 le dispararon siete tiros delante de su hijo de ocho años. Ser mujer y libre en Afganistán es difícilmente compatible. Las integrantes de la organización afgana RAWA llevan denunciándolo desde 1977. Algunas viven en Afganistán; otras muchas han optado por refugiarse en el extranjero.
En 2008 lamentaron en un comunicado que tras la invasión de su país «los sufrimientos y actos depravados contra las mujeres no se han reducido; es más, ha aumentado el nivel de opresión y la brutalidad que día a día afecta a la población más débil de nuestra sociedad. El gobierno corrupto y mafioso y sus guardianes internacionales están jugando de manera desvergonzada con el intolerable sufrimiento de las mujeres afganas, al que usan como su instrumento de propaganda ante la gente engañada de todo el mundo».
En 2019, dieciocho años después de la invasión y ocupación estadounidense de Afganistán, justificada por muchos porque iba a «liberar a las mujeres», Estados Unidos inició una negociación con los talibanes, excluyendo la presencia de mujeres en las reuniones y sin poner encima de la mesa la necesidad de luchar contra la violencia machista a través de medidas legislativas.
En ese momento diputadas y activistas afganas exigieron participar, pero Washington las mantuvo fuera en los primeros encuentros. «Están negociando a puerta cerrada, sin transparencia, los talibanes quieren aplicar la sharia, estamos muy preocupadas», me dijo entonces Sima Samar, directora de la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán. El cambio de Gobierno en Washington no ha significado una modificación en los planes. El presidente Joe Biden apostó por proseguir con lo trazado por el Gobierno de Trump: negociación con los talibanes y retirada de tropas.
La situación geográfica de Afganistán explica que a día de hoy siga siendo un tablero clave de lo que en el siglo XIX se llamó el Gran Juego.
Washington invadió Afganistán porque quería demostrar que respondía ante los atentados del 11S. Su objetivo no fue mejorar la vida de los afganos o democratizar el país. En veinte años de ocupación lo ha dejado claro. En un mundo idílico podemos creer en los unicornios. Pero en la vida real las invasiones con ejércitos buscan intereses propios que a menudo chocan con los de la población autóctona. Y en medio de todo ello, las mujeres suelen ser un argumento de quita y pon para justificar operaciones militares y estrategias geopolíticas.
Ahora parece que las afganas preocupan, al fin. Veinte años tarde. No son las únicas que viven una terrible opresión. Pero la geopolítica decide quiénes merecen atención y quiénes no (ahí están las saudíes, por ejemplo). Las personas refugiadas en Europa son estigmatizadas en demasiados sectores, algunos de los cuales ahora se echan las manos a la cabeza ante la situación de Afganistán. Ayer Europa deportaba a la población afgana o la encerraba en centros de internamiento, ante demasiados silencios. Hoy la hipocresía pública lanza SOS por ella. Esperemos que ahora sí toque.
Olga Rodríguez – El Diario / Madrid