Diciembre 21, 2024

P. José Kentenich abusaba de sus religiosas

 P. José Kentenich abusaba de sus religiosas

El fundador del Movimiento Apostólico de Schönstatt, muerto a los 83 años en 1968 y de quien está en curso la causa de beatificación, en los años ’50 fue reconocido como culpable por la Santa Sede de abusos sexuales contra las religiosas de su Congregación.

Quien nos da la noticia con sus detalles, en la carta que transcribimos a continuación, es la investigadora que la ha descubierto, Alexandra von Teuffenbach, ex docente de teología e historia de la Iglesia en la Pontificia Universidad Lateranense y en el Ateneo “Regina Apostolorum”, especialista en historia de los Concilios y editora, entre otras, de la publicación en varios volúmenes de los diarios el Concilio Vaticano II, del teólogo jesuita Sebastiaan Tromp.

Fue precisamente Tromp el visitador apostólico enviado en 1951 por la Santa Sede a Alemania, a la localidad de Schönstatt, para corroborar lo que se temía que sucedía en el naciente movimiento. Con el inmediato efecto que desde Roma un decreto del Santo Oficio ordenó al padre Kentenich separarse de la obra por él fundada y sobre todo de sus religiosas.

Pero en ese decreto no se decían todos los motivos. Pero que Alexandra von Teuffenbach ha encontrado ampliamente documentados en los informes redactados por Tromp en el transcurso de su inspección, conservados en los archivos de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Abiertos hace poco para que los eruditos los consulten, junto a todas las cartas del pontificado de Pío XII, estos informes han sido la mina en la que ha excavado la investigadora.

En 1965 Pablo VI condonó la pena al entonces anciano fundador y le permitió volver a Alemania, donde murió tres años después.

El Movimiento Apostólico de Schönstatt es todavía uno de los más renombrados y difundidos a escala planetaria. Uno de sus últimos superiores generales fue Francisco Javier Errázuriz Ossa, arzobispo de Santiago de Chile desde 1998 al 2010, llamado por el papa Francisco en el 2013 al estrecho círculo de sus cardenales consejeros en el gobierno de la Curia romana y de la Iglesia mundial.

Muy estimado doctor Magister:

En el transcurso de mis investigaciones llevadas a cabo en varios archivos sobre el jesuita holandés Sebastiaan Tromp (1889-1975), profesor en la Gregoriana, consejero del Santo Oficio y secretario de la Comisión Teológica del Concilio Vaticano II, recientemente me encontré con algunos documentos referidos a una gran obra religiosa.

En los años 1951-1953 Tromp fue efectivamente encargado para llevar a cabo una visita apostólica a Schönstatt, en la diócesis de Tréveris en Alemania, donde se encuentra todavía la sede principal de un amplio y ramificado movimiento, compuesto también por religiosas marianas. Cuando fue fundado por el padre palotino alemán en los años inmediatamente anteriores a la primera guerra mundial, no existía todavía la forma canónica del instituto secular, que la obra asumiría después.

Esta obra pionera, que encontró inmediatamente un alto número de seguidores, fue entonces objeto de una visita apostólica de Roma. ¿Por qué?

Las actas – accesibles ahora gracias a la apertura de los archivos hasta cubrir el pontificado de Pío XII – relatan una anterior visita a las religiosas de Schönstatt ordenada por el obispo de Tréviris, que envió al lugar a su auxiliar Bernhard Stein, desde el 19 al 28 de febrero de 1949. En líneas generales, éste apreció la obra, aunque poniendo en evidencia algunos defectos e irregularidades.

En particular él escribió:

“A pesar de la clara visión del gran objetivo educativo y a pesar del alto nivel de cuidado espiritual, parece haber sólo pocas personalidades seguras, con un pensamiento verdaderamente y una verdadera libertad interior, entre los jefes masculinos y las religiosas marianas”.

Y poco después agrego haber encontrado una “insatisfacción interior tan característica de las religiosas marianas, así como también inseguridad y falta de autonomía”.

Basándose en el informe de su auxiliar, el obispo de Tréveris escribió al padre Kentenich, quien contestó, distorsionó y manipuló las disposiciones del obispo, cosa que a este último no le agradó en absoluto.

En este punto la cuestión llegó a Roma y se dispuso una nueva visita apostólica, con el encargo esta vez confiado al padre Tromp.

En el curso de tres años este jesuita fue muchas veces a Alemania y profundizó varios aspectos de la obra, como se deduce del centenar de páginas en alemán y en latín conservados en los archivos.

Pero lo que atrajo mi atención no son los estatutos de la obra, que deben ser reelaborados, sino el grave abuso de poder por parte del fundador en perjuicio de las religiosas, claramente determinado y puesto en evidencia por el visitador romano, como por otra parte ya lo había hecho el visitador local.

La obligación impuesta a las religiosas de confesarse con el fundador – al menos en algunas circunstancias – es sólo un aspecto. Lo que Tromp recoge de los testimonios, de las cartas, de tantos coloquios celebrados, también con el fundador mismo, es indicativo de una situación de dependencia de las religiosas, en alguna manera ocultada por una especie de estructura familiar aplicada a la obra.

Kentenich era el “padre, el fundador del poder absoluto, con frecuencia equiparado a Dios, tanto que en muchas expresiones y oraciones no se comprende con claridad si éstas están dirigidas a Dios Padre o al fundador mismo. Pero en esta “familia” la “madre” general no tiene ningún poder y todavía menos lo tienen las “hijas”, es decir, las religiosas. Un “padre-patrón” entonces, un ejemplo deslumbrante de lo que probablemente pretende el papa Francisco cuando habla de clericalismo, con el padre y fundador de la obra que se levanta como propietario del alma y del cuerpo de las hermanas.

Esta condición suya se explicitaba también en actos concretos. Las religiosas, mensualmente, debían arrodillarse frente al “padre”, extender sus manos hacia él y darse totalmente a él. El diálogo que se desarrollaba, frecuentemente con la religiosa a solas y a puertas cerradas, era el siguiente:

“¿De quién es la hija?”. Respuesta: “¡Del padre!”
“¿Qué es la hija?”. Respuesta: “¡Nada!”
“¿Qué es el padre para la hija?”. Respuesta: “¡Todo!”
“¿A quién pertenecen los ojos?”. Respuesta: “¡Al padre!”
“¿A quién pertenecen las orejas?”. Respuesta: “¡Al padre!”
“¿A quién pertenece la boca?”. Respuesta: “¡Al padre!”

Algunas religiosas se refirieron también a esta continuación del rito:

“¿A quién pertenece el seno?”. Respuesta: “¡Al padre!”
“¿A quién pertenecen los órganos sexuales?”. Respuesta: “¡Al padre!”.

De este rito se llega al relato hecho en una carta de 1948, trascrita por el padre Tromp, de una religiosa alemana, que en la época de los hechos se encontraba en Chile. El tema de la carta es un abuso sexual. La religiosa cuenta que después de lo que le había sucedido en ocasión de uno de estos ritos no había podido ver más en el “padre” al fundador, sino solamente a un “varón”, diciendo que se había rebelado y sufrido durante un año antes de poder hablar con su confesor al respecto.

Éste no reaccionó, como se habría podido temer, reprochando a la religiosa por su “impureza”. Por el contrario, le dijo que no le daría la absolución hasta que ella no le diera el permiso de denunciar en Roma el comportamiento del padre Kentenich, “porque no comprendía cómo religiosas inteligentes podían participar en estas cosas, pero menos todavía podía comprender al padre”.

La religiosa, en su evidente conflicto interior, llena de vergüenza y miedo, escribió a la madre general en Alemania una carta que ésta última envió con una copia a Kentenich, y tuvo por toda respuesta de la madre la acusación de estar poseída por el demonio. Cuando después el visitador apostólico preguntó a la madre general, ya destituida, si había recibido otras cartas de ese tipo, la madre generala dijo que seis-ocho cartas, que le parecieron menos graves, pero dijo que las había arrojado a la basura.

Todo el clima, todo el ambiente descrito por el visitador es muy sexualizado. Ballets de religiosas en torno al padre fundador, encuentros nocturnos y expresiones ambiguas no son ciertamente lo que se espera en una casa religiosa. Pero después de haber negado inicialmente los hechos, los partidarios de la obra – en primer lugar el general de los palotinos, Woicjech Turowski, porque Kentenich todavía era palotino – consideraron poder justificar todo: el fundador sólo habría ayudado a las religiosas a liberarse de las tensiones sexuales con un “remedio pastoral psicoterapéutico”.

En agosto de 1951 un decreto del Santo Oficio – con confirmación pontificia – alejó al padre Kentenich de su obra, exiliándolo y prohibiéndole todo contacto ulterior con las religiosas. La Iglesia había actuado velozmente y sin fomentar un escándalo público, porque no quería dañar la obra, sino sólo ayudar a las religiosas. Pero centenares de páginas de actas, en los años siguientes, relatan cómo el fundador, que se encontraba en una casa de los palotinos en Milwaukee (Estados Unidos), no se atuvo en absoluto a las disposiciones vaticanas, manteniendo contactos con las religiosas, las cuales – ésta es quizás la cosa más elocuente – no lograron encontrar esa libertad y autonomía que los visitadores habían esperado.

No hubo ningún nuevo comienzo para Schönstatt, porque muchas hermanas prefirieron la fascinación del fundador a las directivas de la Iglesia. Esas religiosas no dejaron jamás de escribir, de denigrar y calumniar no sólo a los visitadores, sino también a las hermanas que habían colaborado con ellos y a los sacerdotes que habían testimoniado contra el padre Kentenich. El Santo Oficio debió intervenir durante muchos años más, al menos durante todo el período cuya documentación es accesible ahora.

Esta es la parte oscura de la historia, pero hay también una parte edificante. Es la curia romana que actuaba bajo Pío XII y que – ciertamente en este caso – llegó a dar lo mejor de sí.

Las actas narran una investigación asidua y meticulosa de la verdad. Son escuchados todos, también los amigos del padre Kentenich, quienes ponen de relieve los méritos de la obra, pero mucho menos la persona misma del fundador. Pío XII, que sigue y aprueba cada paso, considera con mucha atención todo escrito dirigido a él por parte de las religiosas.

Más allá del trabajo realizado como visitador, que parece impecable también a sesenta años de distancia, golpea mucho el modo en el que el padre Tromp se refiere al encuentro con la religiosa abusada, cuando ésta pudo finalmente volver a Alemania. De un jesuita holandés anticuado jamás nos habríamos esperado probablemente este lúcido apunte en latín, que se puede traducir así:

“Dijo casi las mismas cosas que se encuentran en la carta. Agréguese a ello que después no fue molestada jamás por el padre Kentenich. Está siempre ansiosa, por temor a haber obrado mal al manifestar la cosa. Le dije que actuó correctamente y le prohibí tener contacto con el padre Kentenich en persona o por escrito sobre este asunto”.

Esa Iglesia de hoy es tan a menudo culpada por no saber cómo tratar los abusos sexuales, aquí en cambio tiene anticipado los tiempos. Estamos en los primeros años de los ’50, muy lejos de las leyes estatales que protegen a las víctimas de abusos o de una conciencia en la sociedad respeto a la cuestión. Pero la Iglesia Católica procede en el sentido más justo por esas mujeres, pero sin degradarlas publicitando los hechos. En el decreto del Santo Oficio no hay nada escrito respecto a los abusos, pero los hechos cuestionados se los comunica por escrito a las madres superioras, para que puedan aceptar más fácilmente el alejamiento del fundador. Lamentablemente las religiosas no estuvieron en condiciones de acoger esa mano que se había extendido hacia ellos; no lograron – así se deduce de las actas – separarse de ese hombre, así como muchas mujeres no llegan a alejarse de marido que la maltrata y que con frecuencia excusan y defienden.

La historia es mucho más terrible porque, después de tantos años del inicio en 1975, la fase diocesana de la causa de beatificación del padre Kentenich está por cerrarse y ser enviada a Roma. Es por esto que le escribo hoy, muy amable doctor Magister, para hacer pública esta historia, para que cese la veneración de este “padre” y se puedan demoler las numerosas reconstrucciones de verdades alternativas propuestas, como si se tratara solamente de debilidades psicológicas frente a un hombre al mismo tiempo tan carismático, hábil y terrible.

No tenía ganas de guardar silencio, porque como mujer me han brotado las lágrimas al leer esas cartas y como cristiana pienso que sólo la verdad nos hace libres.

                                                                                                                                                                                                                                          Alexandra von Teuffenbach.

Settimo Cielo di Sandro Magister 

L’Espresso  –  ROMA.

Parroquia San Maximiliano Kolbe - Bogotá - Colombia

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