De mendigo a príncipe
Hasta hace poco, Alessandro arrastraba su maleta llena de cartones y harapos viejos por las calles de Roma hasta que encontraba un lugar clemente donde el frío no le penetrase hasta los huesos.
Acaba de cumplir 49 años, pero tiene el rostro surcado de arrugas, envejecido por el alcohol y la miseria. Es un hombre achaparrado que sabe lo que es caer al vacío después de una mala inversión. «Mi vida ha sido un poco complicada. Soy víctima de la burocracia italiana. Abrí un restaurante en 2002, pero todo fue mal y acabé cerrando con un montón de deudas encima», explica con la voz quebrada. Las cosas empezaron a torcerse tanto que los últimos años de su vida los ha pasado al raso, acampado bajo un puente, escondido en el parque o recostado bajo los soportales… «Me quedé fuera de lo que se considera normal. No podía mantener a mis hijos, no podía ir a hacer la compra, ni llevarlos a la escuela. Les fallé a ellos y a mí mismo. Me sentía roto por dentro» recuerda, sin entrar en los pormenores de la marginalidad. Lo peor era la vergüenza: «Temía poder encontrarme con alguien que me conociera de antes. Y estaba siempre agazapado sin mirar a los ojos a la gente que pasaba».
Acabó olvidándose de quién era, hasta que en junio del año pasado cambió su suerte. La Comunidad de Sant’Egidio necesitaba una persona que diera una mano de pintura a las paredes desconchadas de un antiguo palacete abandonado. No le dieron más detalles. Se presentó a la cita en la plaza de San Pedro y en un par de días estaba subido a una escalera con el rodillo en la mano. Lo que nunca imaginó es que aquel lugar se convertiría en su casa. «Desde entonces todo ha ido a mejor. He recuperado confianza en mí mismo y no voy a dejar que nada estropee esta oportunidad», asegura este romano que, de deambular sin rumbo bajo la columnata de Bernini, ha pasado tener un lugar donde le esperan para cenar.
Dormir bajo frescos y artesonados
Los 2.000 metros del interior del palacio Migliori son un frenesí de salones elegantes con techos rematados en frescos al estilo de Pompeya, bóvedas con artesones de madera profusamente decoradas y columnas de estilo clásico. Un palacio del siglo XVIII, decorado para satisfacer los delirios de vanagloria de la rica familia romana Migliori, y que, por decisión del Papa, ha acabado dando cobijo al ejército de invisibles que vagan alrededor de la plaza de San Pedro con sus pocas pertenencias a cuestas. En los años 30 del siglo XX, la acaudalada familia de la nobleza romana dejó su mansión en herencia a la Santa Sede. Durante décadas, las monjas de la orden de San José de Calasanz atendieron aquí a madres solteras y a sus hijos, pero en 2016 trasladaron su buen hacer a otro lugar de Roma. El edificio llevaba dos años completamente deshabitado cuando llegó una jugosa oferta de parte una empresa hotelera con la intención de convertir este enclave privilegiado con vistas al Palacio Apostólico en un hotel de lujo. Pero Francisco lo tuvo claro. Sus huéspedes iban a ser los que más lo necesitan.
Francisco inauguró este edificio, que incluye un ascensor para permitir el acceso a personas con discapacidad y ancianos, el 15 de noviembre de 2019, en el marco de la III Jornada Mundial de los Pobres, junto a sus verdaderos protagonistas: los indigentes olvidados por todos a quienes acompañó en una cena que quedará para siempre en su memoria. «El encuentro con el Papa me ha cambiado la vida. Hasta mis hijos están orgullosos de mí. Me ha dado esperanza», asegura Alessandro, aguantando como puede las lágrimas mientras se lo explica a Alfa y Omega. Su relato es el de muchos descartados de la sociedad que han experimentado en su propia piel que la revolución de la ternura no es solo un eslogan para Francisco. El Pontífice llegó al palacio Migliori acompañado por el limosnero, el cardenal polaco Konrad Krajewski, su brazo para ejecutar las obras de caridad, y, tras visitar las habitaciones y la capilla, comentó: «La belleza sana las heridas». Una frase que cobra especial sentido en el contexto de un palacio exuberante donde ahora viven los últimos.
Llenos de serenidad
El edificio abre todos los días sus puertas a las 19:00 horas. Así empieza la otra vida para los que antes pasaban la noche a la intemperie. Conforme van llegando, se dirigen al tercer y cuarto piso, donde están las habitaciones. Allí dejan lo poco que traen consigo y después se sientan en uno de los tres salones-comedor, donde los voluntarios de la Comunidad de Sant’Egidio, un movimiento surgido en Roma 1968, les sirven la cena. «Nunca olvidaré sus ojos la primera vez que entraron aquí. Estaban llenos de serenidad. Por primera vez en mucho tiempo pudieron relajarse sin tener que estar pendientes de dónde lavarse o dónde encontrar unas monedas para pagarse la cena», ilustra Lucia Lucchini, que desde hace años coordina el servicio de comedor para pobres de la organización católica.
«Lo primero de todo es la escucha. El acompañamiento es fundamental. Nosotros entendemos que la capacidad para dar la esperanza de un mañana distinto es posible incluso para quienes lo ha perdido todo. Nadie se salva solo, y menos estas personas que pululan por las calles como si fueran islas de tristeza», incide. Lucia los llama por su nombre y les pregunta por las aventuras que les ha deparado la jornada. «La experiencia de una casa tan bella les ayuda. Es grande y no tienen que pegarse codazos para conseguir comida, dormir apretujados en una habitación o hacer fila para ir al baño. La acogida, además de gratuita, deja libertad a cada uno para hacer lo que quiera. Algunos después de cenar juegan a las cartas, otros prefieren irse a dormir o leer un libro con tranquilidad», explica.
En los planes de Lucia, que nunca falta a su cita nocturna con la solidaridad, está la idea de crear en el futuro próximo un cinefórum o un club de lectura. «Tenemos una televisión, pero de momento nadie ha pedido que la encendamos. Hay un periodo de transición que hay que respetar cuando se cambia de manera tan radical. Ellos han pasado en poco tiempo de una vida de condiciones de miseria extrema, donde no se distingue el día de la noche, a una vida que nosotros definiríamos como normal. El tiempo que tardan en adaptarse a las comodidades es la medida que nos sirve para calibrar cuánta dignidad les ha sido robada», describe. La dureza de la calle les ha desacostumbrado a la comida casera y a la amabilidad: «Al principio todos entran de puntillas, y aunque los invitamos a sentarse, prefieren esperar de pie. Quedan realmente impresionados. Sobre todo, cuando ven las habitaciones con una o dos camas».
«Ahora aprecio su belleza»
Como Silvano, un rumano en el que la crisis económica clavó sus colmillos con fuerza. Llegó hace 15 años a Italia para trabajar como constructor, pero perdió el trabajo y acabó en la calle por, como él mismo dice, «cosas de la vida». Lleva ocho años durmiendo entre cartones sin saber lo que es una sopa caliente o tener sábanas limpias. «Lloré como un niño cuando vi la habitación que iba a ser para mí. Ni siquiera pude dormir de la emoción la primera noche. Llevo muchos años combatiendo, levantándome a las cinco de la mañana antes de que venga la Policía, procurándome cualquier cosa que llevar a la boca, mirando de cara a la indiferencia social», señala. Detrás de él hay una ventana abierta de par en par desde la que se observa la plaza de San Pedro iluminada. «Solo ahora estoy apreciando su belleza. El hambre y el frío te anulan cualquier reacción ante el arte. Te dejan una marca que yo poco a poco estoy logrando sacarme de encima», manifiesta.
La suya, como la de Alessandro, es una historia con final feliz. También la del portero de este palacio reconvertido a albergue para los sintecho, que hasta hace poco solía compartir cartones con ellos. Ahora recibe un sueldo digno y un techo por su trabajo. Todo gracias a la casa para pobres del Papa. «Aquí ofrecemos un refugio temporal. No fijamos los tiempos de nadie, pero queremos que su estancia aquí sea un trampolín hacia una vida mejor. Un elemento común para estas personas es que han roto los lazos con su familia. Por eso es tan importante que se sientan en un ambiente de confianza», explica Carlo Santoro, otros de los voluntarios de la Comunidad de Sant’Egidio, que no dudó en organizar una tómbola el día de Navidad para que ninguno sintiera nostalgia.
El edificio está diseñado para acoger a 50 personas. Actualmente hay 27 (20 hombres y siete mujeres) pero con la emergencia del frío en Roma se ha llegado a llenar por completo. En tan solo dos meses de funcionamiento ya se ven los primeros frutos. Tres personas han encontrado trabajo y otras dos han podido viajar hasta el norte de Italia para reunirse con sus familias. En una ciudad con prisas, que casi nunca repara en los que malviven pegados al asfalto, la labor de los voluntarios que se turnan sin mirar el reloj para ayudar en lo que se pueda es encomiable. «Lo imposible no existe y juntos podemos. Ese es nuestro lema», concluye Carlo.
Victoria Isabel Cardiel
Ciudad del Vaticano