En Jesús conocemos el corazón del Padre
Jesús se retiraba a menudo a orar al monte. Algunas veces se llevaba consigo a los discípulos, sobre todo a los más íntimos, como volvemos a ver en Getesemaní. Quizá en esos momentos Jesús les parecía a los discípulos transfigurado, como evidentemente lleno de Dios al que oraba…
Sobre un suceso de ese tipo se ha construido una escenificación de la fe de los apóstoles en Jesús, presentada además con todos los signos de las “Teofanías” o manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento. El monte, Moisés y Elías, la nube, la voz, el resplandor de la Gloria del Señor, las mismas manifestaciones e incluso los mismos personajes que acompañan la revelación de Yahvé en el Sinaí, y también las mismas palabras que acompañan la manifestación del Espíritu en el Jordán: “Este es mi Hijo… escuchadle”.
Así pues, el género literario de este fragmento sería: relato muy teológico, sobre algún suceso poco determinable, lleno de personajes y palabras simbólicas tomadas del Antiguo Testamento.
Estamos ante uno de los “discernimientos” de Jesús, que se producen en los momentos más cruciales de su vida. Ante las elecciones más determinantes de su vida, Jesús se prepara refugiándose en la oración: en la cuarentena del monte, Jesús tiene que optar por volverse a su carpintería de Nazaret o lanzarse a una vida de Profeta sanador y predicador ambulante; en Getsemaní, Jesús tiene que elegir entre esperar a los que lo van a detener o escapar perdiéndose en la noche. En el relato de hoy, Jesús se enfrenta a la decisión de subir a Jerusalén, donde sabe que le espera la muerte. En los tres casos, se refugia en la oración.
Pero el mensaje es claro: Jesús está a punto de tomar la decisión más grave de su vida: subir a Jerusalén. Mientras se limite a ser el profeta rural, al que sigue mucha gente en Galilea, producirá más o menos inquietudes. Pero si se atreve a predicar en Jerusalén, y más aún en el Templo, su enseñanza será una confrontación directa con las autoridades de Israel. Jesús sabe que esto puede llevarle a la muerte, pero afrontará ese riesgo porque considera que su misión es ofrecer La Buena Noticia a Israel en el mismo Templo. Y será rechazado y crucificado.
El evangelista sabe todo esto, sabe que Jesús sube a Jerusalén a morir, y prepara la pasión y la muerte con una Teofanía, para mostrar que ése que va a morir no es un falso profeta fracasado sino el Hijo rechazado por Israel.
El relato es por tanto fuertemente teológico y simbólico, aprovechando una escena sin duda real: las largas noches de oración que le costó a Jesús tomar esa decisión, acompañado -mal, como siempre- por sus discípulos más íntimos.
Y los personajes hablan con Jesús acerca de su muerte. No es casual este tema de conversación. Estamos en el capítulo 9 de Lucas, que marca un momento de inflexión en la vida de Jesús. Contiene la confesión de Pedro (18), la Transfiguración (28), dos anuncios de la pasión (21 y 44), y la decisión de subir a Jerusalén porque “se iba cumpliendo el tiempo de que se lo llevaran”. Nos encontramos por tanto ante un capítulo que resume muy bien la fe de los discípulos y el escándalo de la cruz. Se trata de anunciar que el que va a morir en la cruz es el Hijo Predilecto, que aunque sus enemigos parecen poder con él, “Dios estaba con Él” (Hechos 10, 38)
Lucas va preparando ya la manifestación de la fe esencial de la primera comunidad: su fe en el crucificado/resucitado. La resurrección, más aún que un suceso, será una revelación, que dará respuesta a la pregunta “¿Quién es éste…?”. La respuesta la dan las palabras en la cima del Monte: “Mi Hijo, el escogido”. Y la consecuencia ineludible: “Escuchadle”.
Es el punto de arranque básico de toda vida cristiana correcta: le fe en Jesús. ¿Quién es este hombre? Es la pregunta maravillada que se hace todo el que toma contacto con Jesús de Nazaret. De la respuesta que demos a esa pregunta depende nuestra condición de creyentes.
Podemos aceptar a Jesús como un héroe de leyenda, capaz de hacernos soñar, pero sin afectar a nuestro modo de ida. Es la consecuencia de películas o libros sensibleros sobre Jesús, que producen admiración o pasajero entusiasmo sin más.
Podemos aceptar a Jesús como maestro de Sabiduría. Persuadidos por sus palabras y sus hechos, los tomamos como ejemplo, convencidos de su acierto. Seríamos seguidores de Jesús, y estaría muy bien que esto sucediera.
Podemos quedar más inquietos ante sus hechos y dichos, preguntarnos quién es ese hombre y participar de la respuesta que da el texto de Lucas y constituyó la fe de las primeras comunidades: “El Hijo, el Enviado, la Palabra del Padre”.
Aceptar a Jesús como Maestro de Sabiduría, haciendo nuestras las palabras de los policías del Templo. (“jamás ha hablado nadie como ese hombre”) o participando de la admiración de sus contemporáneos (“todo lo hace bien… “) es una magnífica base en nuestro camino de encuentro con Jesús. Me atrevería a decir que es la mejor base, el mejor punto de arranque. Y puede culminar en la confesión de fe: “Tú eres el Enviado, el Hijo del Dios Vivo”. Es entonces cuando el seguimiento de Jesús adquiere dimensión plenamente religiosa, de relación con el Padre.
(Me gustaría insistir en que la palabra “ENVIADO” es un símbolo. No se debe tomar al pie de la letra, interpretándola como “estaba antes en otra parte y ha sido enviado aquí”. Esta es la aplicación que hará luego el cuarto evangelio y llevará a una cristología de la Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad. También “Hijo” es un símbolo, como es un símbolo “pastor”, como es un símbolo “Abbá”. La misma expresión simbólica que se utiliza para los profetas, que son “enviados por Dios a su pueblo”. Eso es lo que significa propiamente la palabra hebrea “nabí”).
Quizá sea ése nuestro camino de la fe en Jesús, como fue el camino de los discípulos, y lo que hizo nacer los evangelios: conocer a un hombre fascinante, entusiasmarse con él, seguirle… descubrir quién es, reconocerle como enviado, admitir que “Dios está con él”… y volver a leer sus hechos y sus dichos como obra y mensaje de Dios mismo. La aceptación de Jesús, el Hijo, se convierte entonces en la aceptación de Dios. No seguimos a un maestro convincente, sino que recibimos, por medio de Jesús, la Palabra de Dios. Esto trae dos consecuencias básicas:
Nuestro conocimiento de Dios no es solamente por lo que Jesús dice sino porque vemos cómo es Jesús. Tenemos una buena manera de conocer al Padre: conocer al Hijo. En este “hombre lleno del Espíritu” vemos actuar al Espíritu, que es el mismo Espíritu del Padre.
Así, en Jesús conocemos a Dios, en quien resplandece plenamente la divinidad. Naturalmente que no resplandece en nubes radiantes, sino en bondad, energía, valor, perdón… En Jesús no conocemos los resplandores del trono celeste de Dios, sino el corazón del Padre. Cuando, al final de la Cuaresma, veamos a Jesús en la cruz, no contemplaremos su aparente fracaso, ni tampoco solamente su enorme consecuencia y valor: contemplaremos el corazón de Dios, capaz de lo que haga falta por sus hijos.
Nuestro seguimiento de Jesús no es solamente porque nos convencen todas o algunas de sus doctrinas, sino porque previamente le decimos que sí a todo, por ser quien es. Ya no elegimos lo que nos gusta, sino que nos esforzamos por aceptar incluso lo que no entendemos o no nos gusta. Intentamos convertirnos, cambiar nuestro corazón, porque tomamos al suyo como norma.
El resumen podría ser la frase de Pablo: “Sé de quién me he fiado“.
Y es aquí donde empalmamos con los grandes “confiados” del AT. de los que nos ofrecía una muestra la primera lectura. Salir de tu casa, de tu parentela, de la tierra de cultivo, de Egipto… salir al desierto, incluirse en una nueva nación, hacerse caminante por el desierto, buscar otra patria.
Términos todos ellos tan reales como simbólicos en que se expresa nuestra conversión: me he fiado de Dios y salgo de donde estaba a otra manera de estar en el mundo, caminando hacia donde la Palabra diga, quizá teniendo que apartarme de costumbres, amistades, modos sociales… intuyendo al final una Patria, es decir, un lugar adecuado a nuestros deseos y nuestras más íntimas maneras de ser, que han sido puestos en peligro mientras andábamos por “tierra extranjera”.
Una hermosa imagen la del emigrante, en peligro de perder su identidad y cuyo mayor deseo y bien es regresar, no al tiempo pasado sino a la esencia añorada o (quizá) olvidada.
La Revelación de quién es Jesús lleva consigo nuestra propia revelación. Quién es Él lleva consigo saber quién soy yo, quiénes somos nosotros. Y la revelación es paralela: Jesús es el Hijo, el Enviado. Yo soy el hijo, el enviado. La Iglesia somos los hijos, los enviados. Todos los humanos deben saber que son hijos, y para eso necesitan que los que lo saben sean enviados.
Jesús, el Hijo Enviado, está aquí para cambiar el mundo; cambiarlo desde dentro hacia fuera, naturalmente. El Reino de Dios es que todos sean hijos, lo sepan, vivan así: la gloria de Dios son sus hijos.
El resplandor de la gloria de Dios no son lucecitas de neón sino la bondad, la fortaleza, l a misericordia… de sus hijos. La gloria de un padre no es una lápida ni una condecoración ni una ceremonia: la gloria de un padre son muchos hijos adultos, logrados, realizados, felices… Ese es el Reino.
Que se enteren todos de que ese mundo es posible, que se vaya realizando ese reino, desde dentro, como crecen las semillas, como actúa la levadura, es la Misión: a esa misión es enviado Jesús, a esa misión estamos enviados.
La primera misión de la Iglesia, de nosotros la Iglesia, es ser el reino, hacer visible el reino, hacerlo convincente, atrayente. La alta eclesiología suele afirmar pomposamente que la iglesia es el Reino de Dios en la tierra. Se equivoca: eso no es una definición sino una vocación, una misión: nosotros la iglesia nos hemos comprometido por el bautismo a esforzarnos por ser el reino, es decir, a vivir según los criterios y valores de Jesús… para que el reino sea creíble, atrayente.
Esa misión tropieza con la cruz, que fue y es una realidad, y es y fue un símbolo. El reino de Dios se construye haciendo y haciéndose violencia. Violencia por parte de las luces despistantes de otros reinos que atraen de modo más seductor e inmediato. Violencia por parte de los que sirven a otros reinos o a otros dioses… El reino de Dios se construye con esfuerzo. A Jesús le costó cruz.
Pero en el crucificado también vemos al hombre lleno del Espíritu. Y en el Resucitado vemos qué reino es verdadero.
La Cuaresma, la vida, el monte. Van ya dos montes en estos dos domingos de Cuaresma: el monte de la tentación vencida por la fuerza del Espíritu; el monte de la Revelación en el que se habla de la cruz. Nos faltan otros dos: el monte calvario, en que la cruz será escándalo y revelación; y el monte de la Ascensión, que será antes que nada el Monte de la Misión.
Y no podemos menos que recordar las palabras de Isaías:
“Sucederá en días futuros que el Monte de la Casa de Yahvé se asentará en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones y acudirán pueblos numerosos y dirán: Venid, subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob, para que Él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos”
Que son, insistamos una y otra vez, preciosas palabras simbólicas. Todas las palabras que hemos usado acerca de la transfiguración de Jesús y de la transfiguración de nuestra vida son simbólicas, son verdaderas como símbolos. Los excesos de algunas teologías consisten a veces en entender los símbolos como realidades, estar persuadidos de que están contemplando cara a cara el rostro de Dios, creer que Jesús caminaba por Galilea despidiendo resplandores.
Nuestro conocimiento de Dios es lo que conocemos de Jesús de Nazaret, aquel hombre que se cansaba, dudaba, sentía tentaciones y se sintió desamparado de su Padre. Nuestra fe confiesa que ese hombre es el Hijo.
+ José Enrique Ruiz de Galarreta. S.J.