Diciembre 21, 2024

En Jesús conocemos el corazón del Padre

 En Jesús conocemos el corazón del Padre

Jesús  se retiraba  a  menudo  a orar  al monte.   Algunas  veces  se llevaba consigo a los discípulos, sobre todo a los más íntimos, como volvemos a ver en Getesemaní.  Quizá en esos momentos Jesús les parecía a los discípulos transfigurado, como evidentemente lleno de Dios al que oraba…

Sobre un suceso de ese tipo se ha construido una escenificación de la  fe  de  los  apóstoles  en  Jesús,  presentada  además  con  todos  los  signos  de  las  “Teofanías”  o  manifestaciones  de  Dios  en  el  Antiguo Testamento.  El monte,  Moisés  y  Elías, la  nube, la voz, el resplandor de  la  Gloria  del  Señor,  las  mismas manifestaciones e incluso  los  mismos  personajes  que  acompañan  la  revelación  de Yahvé en el Sinaí,  y  también  las mismas palabras que acompañan la  manifestación  del  Espíritu  en  el  Jordán:    “Este  es  mi  Hijo… escuchadle”.

Así  pues,  el  género  literario  de  este  fragmento  sería:   relato muy  teológico,  sobre  algún  suceso  poco  determinable,  lleno  de personajes y palabras simbólicas tomadas del Antiguo Testamento.

Estamos  ante  uno  de  los   “discernimientos”   de  Jesús,  que  se producen  en  los  momentos  más  cruciales  de  su  vida.   Ante  las elecciones  más  determinantes  de  su  vida,  Jesús  se  prepara refugiándose  en  la  oración:  en  la  cuarentena  del  monte,  Jesús tiene que optar por volverse a su carpintería de Nazaret o lanzarse a una vida de Profeta sanador y predicador ambulante; en Getsemaní, Jesús  tiene que elegir  entre  esperar  a  los  que  lo  van  a  detener o  escapar  perdiéndose  en  la  noche.  En  el  relato  de  hoy, Jesús se enfrenta a  la decisión de  subir a Jerusalén,  donde  sabe  que  le espera  la  muerte.   En  los  tres  casos,   se  refugia  en  la oración.

Pero el mensaje es claro:  Jesús  está  a  punto  de tomar la decisión más grave de su vida: subir a Jerusalén.   Mientras  se limite a ser el profeta rural,  al que sigue mucha gente en Galilea,  producirá más o menos inquietudes. Pero si se atreve a predicar en Jerusalén, y más aún  en  el Templo,  su  enseñanza  será  una  confrontación  directa con  las autoridades de Israel.  Jesús sabe que esto puede llevarle a la muerte,  pero afrontará ese riesgo porque considera que su misión es  ofrecer  La Buena Noticia  a  Israel  en  el mismo Templo.  Y será rechazado  y  crucificado.

El evangelista  sabe todo esto,  sabe   que Jesús  sube  a  Jerusalén a  morir,  y  prepara  la  pasión  y  la muerte con  una Teofanía,  para mostrar que ése que va a morir no es un falso profeta fracasado sino el  Hijo rechazado  por Israel.

El  relato  es  por  tanto  fuertemente   teológico  y   simbólico, aprovechando  una  escena  sin  duda  real:   las  largas  noches  de oración  que  le  costó  a  Jesús  tomar  esa  decisión,  acompañado -mal, como siempre-  por  sus  discípulos  más  íntimos.

Y  los personajes  hablan  con  Jesús  acerca  de  su  muerte.  No es casual  este  tema  de  conversación.   Estamos  en  el  capítulo 9 de Lucas,  que  marca  un  momento de inflexión  en  la  vida  de Jesús. Contiene  la  confesión  de Pedro  (18),  la Transfiguración (28),  dos anuncios  de  la  pasión  (21 y 44),  y la decisión de subir a Jerusalén porque  “se  iba cumpliendo el  tiempo  de  que  se  lo  llevaran”. Nos encontramos  por  tanto  ante un capítulo  que resume muy bien la fe de los discípulos  y  el escándalo  de  la  cruz.   Se  trata de anunciar que  el que va a morir  en la cruz  es el  Hijo Predilecto,  que  aunque sus enemigos parecen poder con él,  “Dios  estaba  con  Él” (Hechos 10, 38)

Lucas  va preparando  ya  la  manifestación  de  la  fe  esencial  de la  primera  comunidad:   su  fe  en  el  crucificado/resucitado.   La resurrección, más aún que un suceso, será una revelación, que dará respuesta a la pregunta  “¿Quién es éste…?”.  La  respuesta  la  dan las  palabras  en  la  cima  del  Monte:   “Mi  Hijo, el  escogido”.  Y  la consecuencia  ineludible:  “Escuchadle”.

Es el punto de  arranque básico  de  toda  vida  cristiana  correcta: le fe  en  Jesús. ¿Quién es este hombre?  Es  la  pregunta  maravillada que se hace todo el que toma contacto con Jesús de Nazaret.  De la respuesta que demos a esa pregunta depende nuestra condición de creyentes.

Podemos   aceptar  a  Jesús  como  un  héroe  de  leyenda,  capaz  de  hacernos soñar,  pero  sin afectar  a  nuestro  modo  de  ida.  Es la consecuencia de películas  o  libros sensibleros sobre Jesús, que producen admiración  o  pasajero entusiasmo sin más.

Podemos aceptar a Jesús como maestro de Sabiduría.  Persuadidos por  sus  palabras  y  sus  hechos,  los  tomamos  como  ejemplo, convencidos  de  su  acierto.  Seríamos  seguidores  de  Jesús,  y estaría muy bien que esto sucediera.

Podemos  quedar  más  inquietos  ante  sus  hechos  y  dichos, preguntarnos  quién es ese hombre  y  participar de la respuesta que da el texto de Lucas  y constituyó la fe de las primeras comunidades: “El  Hijo,  el  Enviado,  la  Palabra  del  Padre”.

Aceptar a Jesús como Maestro de Sabiduría, haciendo nuestras las palabras  de  los  policías  del  Templo.  (“jamás  ha  hablado  nadie como  ese  hombre”)  o  participando  de  la  admiración  de  sus contemporáneos  (“todo lo hace bien… “)  es  una magnífica base en nuestro camino de encuentro con Jesús. Me atrevería a decir que es la mejor base,  el  mejor  punto  de arranque.  Y  puede  culminar  en la  confesión  de  fe:   “Tú eres el Enviado,  el Hijo del Dios Vivo”.  Es entonces  cuando  el  seguimiento  de  Jesús  adquiere  dimensión plenamente religiosa,  de relación con el Padre.

(Me gustaría  insistir  en  que la palabra  “ENVIADO”  es un símbolo. No se debe tomar al pie de la letra,  interpretándola  como  “estaba antes en otra parte  y  ha sido enviado aquí”.   Esta  es  la aplicación que hará luego el cuarto evangelio  y  llevará a  una cristología  de la Encarnación de la Segunda Persona de la Trinidad.  También  “Hijo” es un símbolo,  como es un símbolo  “pastor”,  como  es  un símbolo “Abbá”.  La  misma  expresión  simbólica  que  se  utiliza  para  los profetas,  que son  “enviados por Dios a su pueblo”.  Eso  es  lo  que significa propiamente la palabra hebrea  “nabí”).

Quizá sea ése nuestro camino de la fe en Jesús, como fue el camino de los discípulos,  y lo que hizo  nacer  los evangelios:  conocer a un hombre fascinante,  entusiasmarse con él, seguirle… descubrir quién es, reconocerle  como enviado,  admitir  que  “Dios está con él”…  y volver a leer sus hechos  y  sus dichos como obra y mensaje de Dios mismo.   La aceptación de Jesús,  el Hijo,  se convierte entonces en la aceptación de Dios.   No seguimos a un maestro convincente, sino que recibimos,  por medio de Jesús,  la Palabra de Dios.   Esto  trae dos consecuencias básicas:

Nuestro  conocimiento  de  Dios  no  es  solamente  por lo que Jesús dice  sino  porque  vemos  cómo  es  Jesús.   Tenemos  una  buena manera de conocer al Padre: conocer al Hijo.  En este “hombre lleno del Espíritu”  vemos actuar al Espíritu,  que es el mismo Espíritu del Padre.

Así,  en Jesús conocemos a Dios, en quien resplandece plenamente la divinidad.  Naturalmente que  no resplandece  en nubes radiantes, sino en bondad,  energía,  valor,  perdón… En  Jesús  no conocemos los  resplandores  del  trono  celeste  de  Dios,  sino  el  corazón  del Padre.  Cuando, al final de la Cuaresma, veamos a Jesús en la cruz, no contemplaremos su aparente fracaso,  ni tampoco  solamente  su enorme  consecuencia  y  valor: contemplaremos el corazón de Dios, capaz de lo que haga falta por sus hijos.

Nuestro  seguimiento  de  Jesús  no  es  solamente  porque  nos convencen  todas  o  algunas  de  sus  doctrinas,  sino  porque previamente  le  decimos  que  sí  a  todo,  por  ser quien es.  Ya  no elegimos  lo que  nos gusta,  sino  que nos esforzamos  por  aceptar incluso  lo  que  no  entendemos  o  no  nos  gusta.   Intentamos convertirnos,  cambiar  nuestro  corazón,  porque  tomamos  al  suyo como norma.

El resumen podría ser la frase de Pablo:  “Sé de quién me he fiado“.
Y es aquí  donde empalmamos  con  los grandes “confiados” del AT. de los que  nos ofrecía  una  muestra  la  primera lectura.  Salir de tu casa,  de  tu  parentela,  de  la  tierra  de  cultivo, de Egipto… salir  al desierto,  incluirse en una nueva nación,  hacerse  caminante  por el desierto, buscar otra patria.

Términos todos ellos tan reales como simbólicos en que  se expresa nuestra conversión: me he fiado de Dios  y  salgo de donde estaba a otra  manera  de  estar  en  el  mundo,  caminando  hacia  donde  la Palabra   diga,  quizá  teniendo  que  apartarme  de  costumbres, amistades,  modos  sociales… intuyendo  al  final  una  Patria,  es decir,  un  lugar adecuado a nuestros deseos y nuestras más íntimas maneras  de  ser,  que  han  sido  puestos  en  peligro  mientras andábamos  por  “tierra extranjera”.

Una  hermosa  imagen  la  del  emigrante,  en  peligro  de  perder  su identidad  y  cuyo  mayor  deseo  y  bien  es  regresar,  no  al  tiempo pasado sino a la esencia añorada  o (quizá) olvidada.

La  Revelación  de  quién  es  Jesús  lleva  consigo  nuestra  propia revelación.  Quién  es  Él  lleva consigo saber quién  soy yo, quiénes somos  nosotros.   Y  la  revelación  es  paralela:  Jesús  es  el  Hijo, el  Enviado. Yo soy el hijo, el enviado. La Iglesia somos los hijos, los enviados. Todos los humanos deben saber que son hijos, y para eso necesitan que los que lo saben sean enviados.

Jesús,  el Hijo Enviado,  está aquí para cambiar el mundo; cambiarlo desde dentro hacia fuera,  naturalmente.   El Reino de Dios  es  que todos sean hijos,  lo sepan, vivan así: la gloria de Dios son sus hijos.

El resplandor de  la gloria  de  Dios  no son lucecitas de neón sino la bondad,  la fortaleza, l a misericordia… de  sus hijos.  La gloria de un padre  no es una lápida  ni una condecoración  ni una ceremonia:  la gloria de un padre  son  muchos hijos adultos,  logrados, realizados, felices… Ese  es  el  Reino.

Que se enteren todos  de  que  ese  mundo  es  posible, que se vaya realizando ese reino,  desde dentro, como crecen las semillas, como actúa la levadura, es la Misión: a esa misión es enviado Jesús, a esa misión estamos enviados.

La primera  misión  de  la  Iglesia,  de nosotros  la Iglesia,  es  ser  el reino,  hacer visible el reino, hacerlo convincente, atrayente.   La alta eclesiología  suele  afirmar pomposamente que la iglesia es el Reino de Dios en la tierra.  Se equivoca:  eso no es una definición sino una vocación,  una misión:  nosotros la iglesia  nos hemos comprometido por el bautismo a esforzarnos por ser el reino, es decir, a vivir según los  criterios  y  valores  de  Jesús… para  que  el  reino  sea  creíble, atrayente.

Esa misión tropieza con la cruz, que fue y es una realidad, y es y fue un símbolo.   El reino de Dios se construye haciendo  y  haciéndose violencia.   Violencia por parte  de  las luces  despistantes  de  otros reinos que atraen de modo más seductor e inmediato.  Violencia  por parte de los que sirven a  otros reinos  o  a otros dioses… El reino de Dios se construye con esfuerzo.  A Jesús le costó cruz.

Pero en el crucificado también vemos al hombre lleno del Espíritu. Y en el Resucitado vemos qué reino es verdadero.

La Cuaresma,  la vida,  el monte.  Van  ya  dos montes en  estos dos domingos  de  Cuaresma:  el monte  de  la tentación  vencida  por  la fuerza  del  Espíritu;  el monte de la Revelación  en  el  que  se habla de  la  cruz.   Nos faltan otros dos:  el monte calvario,  en que la cruz será escándalo  y  revelación;  y  el monte de la Ascensión, que será antes que nada el Monte de la Misión.

Y  no  podemos  menos  que  recordar  las  palabras  de  Isaías:
“Sucederá  en  días  futuros  que  el Monte de  la Casa de Yahvé  se asentará  en la cima  de los montes  y  se alzará  por encima  de  las colinas.   Confluirán  a  él  todas  las  naciones  y  acudirán  pueblos numerosos  y  dirán:  Venid,  subamos al monte de Yahvé,  a la casa del Dios de Jacob,  para que Él nos enseñe sus caminos  y  nosotros sigamos  sus  senderos”

Que son,  insistamos una  y  otra vez, preciosas palabras simbólicas. Todas las palabras que hemos usado acerca de la transfiguración de Jesús  y  de la transfiguración  de nuestra vida  son  simbólicas,  son verdaderas  como  símbolos.   Los  excesos  de  algunas  teologías consisten  a veces en entender  los símbolos como realidades,  estar persuadidos  de  que  están contemplando  cara  a  cara  el  rostro de  Dios,  creer  que  Jesús  caminaba  por  Galilea  despidiendo resplandores.

Nuestro  conocimiento  de  Dios es lo que conocemos  de  Jesús  de Nazaret,  aquel hombre que se cansaba, dudaba, sentía tentaciones y  se sintió desamparado de su Padre.  Nuestra  fe  confiesa que ese hombre es el Hijo.

+ José Enrique Ruiz de Galarreta. S.J.

 

Editor