Cuando las palabras matan
No sólo las balas, las drogas o los accidentes del tránsito matan, también -a veces- las palabras pueden matar, y lo hacen de un modo muy doloroso, destruyendo confianzas, violando intimidades y aniquilando relaciones entre las personas. Y no solamente se mata con las calumnias clamorosas proclamadas a los cuatro vientos por las redes sociales, sino que las palabras pueden matar con las aparentemente inocentes copuchas o chismes, o con los malintencionados pelambres, o con las subterráneas murmuraciones: “oye, supiste que fulana o zutano… blá, blá, blá…”.
En realidad, la posibilidad de comunicarnos a través de la palabra y la totalidad del lenguaje humano (palabras, gestos, actitudes, silencios, etc.) es uno de los dones más grandes y maravillosos que hemos recibido los seres humanos; pero, -todos lo sabemos- requiere ser usada con cuidado, con prudencia, con delicadeza y discreción para edificar y dignificar, en lugar de enlodar, destruir o matar. Es decir, toda nuestra capacidad de comunicación está al servicio de la verdad, y -en particular- al servicio de la verdad en las relaciones entre las personas.
Hace unos días tuve ocasión de leer un comentario que hizo el Papa Francisco en su habitual enseñanza que hace todos los miércoles ante la multitud que se reúne en Roma para saludarlo y escucharlo. Se trataba de un comentario al octavo mandamiento de la tradición judeo-cristiana, que dice “no darás falso testimonio contra tu prójimo, ni mentirás”.
Allí, el Papa Francisco, recordaba que cuando se vive de comunicaciones no auténticas se distorsionan las relaciones entre las personas y, por tanto, se impide el amor. Que, en realidad, no basta con ser sinceros, porque se puede estar sinceramente en el error; que -a veces- nos justificamos señalando que hemos dicho lo que sentíamos, pero lo hacemos absolutizando nuestro punto de vista o hiriendo a otros; o que nos justificamos diciendo que lo que hemos dicho es la verdad, pero hemos hecho públicas situaciones de la intimidad personal o hechos reservados. Por eso, “murmurar es matar; los murmuradores son terroristas que tiran una bomba y se van”, señalaba el Papa Francisco.
Recordé, entonces, tantas situaciones personalmente vividas o de las que me ha tocado ser testigo en que se ha matado la dignidad o el buen nombre de otras personas con copuchas, chismes, pelambres y murmuraciones. Estoy seguro que cada uno de los lectores podrá hacer su propio inventario de las situaciones de ese tipo que ha tenido que sufrir, de las que ha sido testigo, o… de las que ha cometido.
Nuestro lenguaje es una maravilla, es el vehículo de nosotros mismos; en él se contiene y se comunica la percepción que tenemos de la vida, del mundo y de nuestro lugar y de la tarea con él. En el lenguaje estamos abriendo las puertas y ventanas de nuestro mundo interior: del “mundo” que nos habita y de nuestra forma de habitar el mundo. En este sentido, se puede decir que una persona es y vale lo que es y vale su palabra: la dignidad de la palabra se inserta en la dignidad del ser humano. Todos tenemos experiencia de que a las personas veraces y creíbles se las puede reconocer porque dignifican las palabras y honran su palabra empeñada; así como también tenemos experiencia de que las personas copuchentas y chismosas, peladoras y murmuradoras son un peligro público del que hay que cuidarse o huir.
Esto es un asunto serio para la convivencia social, y tan serio que para los creyentes es un mandamiento de la antigua tradición bíblica: “no darás falso testimonio contra tu prójimo, ni mentirás”. La invitación es, entonces, a recuperar la dignidad de la palabra: invitar a la verdad, siendo veraces. Es una invitación a acoger la sabiduría del Evangelio cuando dice: “digan sí, cuando es sí, y no cuando es no; porque lo que se añade lo dicta el demonio”. Es -para todos- el urgente desafío social de dignificar la palabra como servidora de la verdad y de la dignidad de la persona humana.
P. Marcos Buvinic
La Prensa Austral – Reflexión y Liberación