La Iglesia eucarística ¿Uniformidad o unión en la diferencia?
No es extraño que sintamos que nuestra barca-Iglesia se está remeciendo, y se está movimiento fuerte.
Pareciera que existe un sentimiento de desgaste, de cansancio, de falta de esperanza frente a una crisis de la cual nos parece difícil salir. El encuentro de Francisco con los Obispos en Roma, ha generado la sensación de que estamos en presencia de un hito en la historia reciente de la Iglesia, tanto chilena como universal. La renuncia de todos los Obispos lo demuestra. Los sacerdotes suspendidos en Rancagua. Dolor, cansancio, hastío, pérdida de confianza. Pareciera que queremos “tirar la toalla”. Algo está ocurriendo. Y es ante esto frente a lo cual los creyentes hemos de asumir los desafíos que la crisis provocará. Y pienso que dicha respuesta, que no es la única, puede surgir desde la “lógica eucarística”, la que se define, ante todo, como una experiencia de gratuidad, de donación, y de diálogo constructivo.
Una crisis que no es nueva
Podríamos comenzar con la siguiente pregunta: la crisis que como Iglesia estamos viviendo ¿es nueva? ¿o también ocurrieron situaciones similares anteriormente? Quisiera traer a la memoria la situación que aconteció en la comunidad cristiana de Corinto en el siglo I. Esta comunidad del mundo mediterráneo conoció el conflicto entre los “débiles” y los “fuertes”. Habían escándalos en Corinto, sobre todo en la práctica eucarística. El ritual completo consideraba una comida común a la que le seguía la cena del Señor. Durante la primera comida habían muchos que se embriagaban mientras otros pasaban hambre (Cf. 1 Corintios 11,21). En Corinto las diferencias sociales se ponían al descubierto, mientras que la Cena del Señor se afirmaba como búsqueda de la igualdad y la unión cristiana. Por ello, y luego de narrar la Tradición recibida por el mismo Cristo de que en la Última Cena el pan era su Cuerpo y el vino era su Sangre, Pablo sostiene: “quien como y bebe sin discernir el cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (1 Corintios 11,29).
Pablo critica que la Eucaristía, que es donación pura de Jesús, lógica de vida y de supresión del estatus social, se celebra en un ambiente indigno, marcado por la injusticia entre los pobres y los ricos. Para Daniel Izuzquiza, jesuita español, la postura de Pablo es apostar reiteradamente por la primacía de lo comunitario sobre lo individual. La lógica pastoral y humana de Pablo es afianzar a su comunidad en el cuerpo de Cristo y no sólo en la presencia de los líderes eclesiales. Los líderes de Corinto pretendían ejercer una suerte de patronazgo social y económico en la comunidad, y frente a ello Pablo vuelve a afirmar que sólo el Cuerpo de Cristo es lo que permite la comunión de la comunidad. En palabras de Izuzquiza: “Pablo sabe que esta es la única manera de no caer en las redes opresoras del sistema de patronazgo: es preciso crear, mantener y reforzar unas relaciones alternativas, con una identidad fuerte. Precisamente eso es lo que proporciona la noción del Cuerpo de Cristo” (2008, p.178).
Frente a la crisis, una lógica eucarística de la pluralidad
Pablo también enfrentó su crisis. Las crisis han acompañado a la Iglesia a lo largo de la historia, pero es justamente ahí donde el Espíritu del Resucitado anima los procesos de renovación profunda, renovación que es patrimonio de todos, no solo de ricos o de pobres, de laicos o pastores: la reconstrucción de las relaciones eclesiales son tarea de la misma Iglesia en su totalidad. Parece que el “patronazgo” que critica Pablo también lo encontramos actualmente en nuestras comunidades. Esas lógicas de poder, de uniformidad, toman figuras como el clericalismo (tanto desde los ministros como desde los laicos), de mesianismos, elitismos, de separación entre ellos y nosotros, de tomar decisiones a espaldas de la propia comunidad, de privar de espacios a los jóvenes, como privar de sus debidos espacios y de tomas de decisiones a las mujeres. Estas son las actuales manifestaciones del patronazgo, y son estas las que hacen contradecirnos en nuestra misión fundamental: anunciar el Evangelio y celebrar la Eucaristía como fuente de donación gratuita, a partir de una acción social de transformación de estructuras: pasar de la deshumanización a la humanización.
Y al ser donación gratuita, porque el mismo Dios entregado en cada celebración es la gratitud, la gratuidad, la gracia por excelencia, la Eucaristía exige que los creyentes evitemos caer en la lógica de la uniformidad. La uniformidad es “pensar todos igual”, sin dar espacios a disentir, sin dialogar y enfrentar opiniones o enfoques diferentes. La uniformidad atenta contra el mismo centro de la Eucaristía, porque el Dios que comulgamos es ante todo Trinidad, comunidad plural, diferenciada pero unida por el vínculo del amor. La Trinidad es el comienzo de la comprensión de una auténtica “unidad en la diferencia”, “unidad en lo plural”, y, por tanto, es el corazón mismo de la comunión.
El teólogo alemán Walter Kasper sostiene que el gran concepto que movió el deseo de Juan XXIII al momento de convocar y celebrar el Concilio Vaticano II fue el de “comunión”. Ahora bien, lo interesante es que este concepto y experiencia tiene una fuerte raigambre eucarística: yo comulgo el Cuerpo de Cristo y experimento la comunión con Él. Y, a su vez, entrando en comunión con Cristo logro también el encuentro con la comunidad que es sostenida por la gracia eucarística. Sólo en la Eucaristía experimentamos la vida auténtica, la “vida en abundancia” (Jn 10,10) que Jesús nos regala. Por ello la Eucaristía posee una lógica de la sobreabundancia del amor, del encuentro, de las relaciones comunitarias horizontales, al modo del Pueblo de Dios que pensó el Vaticano II. Y por ello la celebración de la Cena del Señor enfrenta proféticamente a la crisis que como Iglesia vivimos. La Eucaristía, sino se vive como unidad en la diferencia, no es Eucaristía.
El desafío de la reconstrucción eclesial
Como Iglesia chilena estamos cruzando un mar tormentoso. Hemos de mirar a la cara la crisis, para que asumiéndola podamos imaginar otra forma de ser comunidad de discípulos de Jesús. Tenemos la gran posibilidad para reconstruirnos como Iglesia, todos, sin excepción. Hemos de quitar de nuestras comprensiones eclesiológicas que sobre ciertos cristianos cae un “halo sagrado” que los separa de otros. Eso sería volver a la situación de Corinto. Creo que el modelo de Pablo, de un Francisco de Asís, de una Teresa de Ávila, de un Alberto Hurtado, de los grandes reformadores de la Iglesia, esos modelos nos ayudarán para seguir animando nuestro cristianismo.
Queridos hermanos: todos estamos llamados por Dios a reconstruir su Iglesia, pero sólo desde una disposición especial podremos hacerlo. ¿Cuál es ese talante?: la única respuesta es la vivencia de la unidad en la diferencia, reconociéndonos todos hermanos, vinculados por el sacerdocio bautismal, alimentados por la misma Eucaristía, confirmados por el mismo Espíritu, llamados a un servicio específico, matrimonial o ministerial, reconciliados y ungidos en la enfermedad. La práctica de nuestro cristianismo ha de ser profundamente eucarística, gratuita y asumida desde la donación. Sólo desde esta lógica podremos reconstruir-nos como Iglesia. Un acto concreto lo hemos visto: la renuncia que los hermanos Obispos han realizado ante Pedro-Francisco. Sin duda es un suceso histórico. Pero, considero que debemos dar otro paso: la reconstrucción interna. No podemos quedarnos sólo en estos gestos, hay que ir más al fondo del asunto. Eso es una lógica eucarística. No es solo tarea del clero que debe ser fiel a su esencia pastoral. Es también tarea del laicado comprometido, adulto y responsable en su fe. Tenemos la posibilidad, se necesita la disposición y, sobre todo, la asistencia continúa del Espíritu Santo que elimina los patronazgos y nos anima en la construcción de una Iglesia al estilo del profeta Jesús.
Juan Pablo Espinosa Arce
Académico PUC-UAH