Actitud de Jesús con las Mujeres
Los datos que nos ofrecen los Evangelios revelan que Jesús acogió entre sus discípulos y seguidores a algunas mujeres.
Llama también la atención la libertad con que procede en su trato con ellas sin que se sintiese obligado por las leyes de pureza o impureza legal, cuando se trataba de ayudar a una mujer necesitada. Lo mismo hace con los leprosos y otros enfermos o muertos. Jesús viene a proclamar la buena nueva a los pobres y oprimidos, entre los que se encuentran sin duda las mujeres (cf. Lc 4, 18). No tiene reparo en hablar en público e instruir a la Samaritana (Jn 4,27), se deja tocar el manto por la hemorroísa a pesar de su estado de impureza (Mc 5, 25-34), cura en día de sábado a una mujer encorvada y la llama «hija de Abraham» (Lc 13, 10-16), impide que una mujer adúltera sea apedreada, como exigían sus acusadores, y le dirige palabras de aliento y de confianza (Jn 8, 3-1 1), se deja besar los pies y ungir con perfume por una mujer pública con gran escándalo del fariseo que lo invitó y de los demás comensales (Lc 7, 36-50), cura a la suegra de Pedro y la coge por la mano (Mc 1, 29-31), se deja ungir la cabeza en Betania, en casa de Simón, con un perfume carísimo y defiende a la mujer que realizó aquella acción (Mc 14, 3-9). No necesitamos acumular datos sobre esta conducta de Jesús que choca con algunas costumbres y leyes rituales y demuestra gran aprecio por la mujer, porque lo que interesa a nuestro objeto es la participación activa de la mujer en la evangelización. Algo de esto podemos vislumbrar en los relatos de la muerte y resurrección de Jesús. Aquí un grupo de mujeres adquiere un relieve especial.
Camino del Calvario salen al encuentro de Jesús algunas mujeres, llorando, mostrándole su amor y su ternura (Lc 23, 26-30). Las palabras que les dirige no son muy consoladoras: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mi; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos» (Lc 23,28). Ya en el Calvario, contempla a distancia aquella escena de dolor y de escarnio el grupo de mujeres que le habían seguido desde Galilea (Mc 15,40; Mt 27,55-56; Lc 23,49). Los tres evangelistas notan que no estaban junto a la cruz, sino que miraban desde lejos. Las que fueron testigos de su pasión y muerte debían ser las primeras en ver al Señor resucitado.
El hecho de que este grupo de mujeres, entre las que se menciona siempre a María Magdalena, fueran las primeras en ver al Señor resucitado y recibieran el mandato de anunciarlo a los discípulos es de suma importancia. Haber sido testigo de la resurrección de Jesús era una condición indispensable para poder ser agregado al número de los Doce, como se observa en la elección de Matías para sustituir a Judas (Act 1, 22). El mismo Pablo funda su misión en que ha visto al Señor camino de Damasco (cf. Gal 1, 12. 16). Tenemos, por consiguiente, un hecho importante y significativo: las mujeres son las primeras en ver a Jesús resucitado y reciben el encargo de anunciarlo a los discípulos (Mt 28, 7; Mc 16, 7; Lc 24,9; Jn 20,18).
La presencia de la mujer en la primitiva Iglesia.
En los Hechos de los apóstoles se narran los comienzos de la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo. La importancia de sus relatos estriba en que los acontecimientos del principio son un paradigma de lo que acontece en las diversas etapas de la vida de la Iglesia, por ejemplo, la narración de la venida del Espíritu Santo sobre la primera comunidad reunida en el cenáculo. En esta comunidad están presentes los apóstoles, algunas mujeres, María la madre de Jesús y sus hermanos. Esta mención de María y las mujeres, que pudiera parecer sin importancia, es de suma transcendencia. Lo que aquí se refiere es válido para toda la historia de la Iglesia.
En las reuniones de los primeros cristianos para orar, escuchar las enseñanzas de los apóstoles y partir el pan (cf. Act 2, 42. 46), las mujeres desempeñaron sin duda un papel importante, entre otras razones, porque las reuniones se tenían con frecuencia en casa de alguna mujer de posición acomodada.
Al ser liberado Pedro de la cárcel, se dirige a la casa de María, la madre de Marcos, donde se hallan reunidos los fieles en oración (Act 2, 42. 46). En el ambiente griego, Pablo y sus compañeros se hospedan en casa de Lidia, la vendedora de púrpura, después de haberse bautizado ella «y los de su casa», (Act 16, 15). Nada se nos dice ni de su marido ni de sus hijos, signo evidente de que la protagonista era Lidia. Otras veces se resaltan las obras de caridad de una mujer, como en el caso de Tabita, «rica en buenas obras y limosnas>> (Act 9, 36-39). Se mencionan además las cuatro hijas del diácono Felipe, que eran vírgenes y profetizaban (Act 21, 8-10). Aquí se trata de un ministerio profético, aunque no se especifica su contenido ni su frecuencia. Priscila y Aquila completan en Efeso la instrucción cristiana de Apolo, «enseñándole con mayor exactitud el camino de Dios» (Act 18, 26). También aquí el nombrar a Priscila antes que a su marido indica que era ella la principal agente de esta instrucción.
Estos datos del N.T. no son muchos ni excesivamente importantes, pero manifiestan suficientemente que la mujer no estuvo ausente en los comienzos de la evangelización y formación de la Iglesia.
¿Mujeres diáconos en un catálogo de oficios? (1 Tim 3, 11).
Pasamos a un ambiente muy distinto de las primeras cartas de Pablo. La Iglesia estaba ya jerarquizada. Se habla de obispos (presbíteros) y diáconos, aunque no aparece todavía el triple grado jerárquico. Las cartas se dirigen a los líderes, a los jefes y no, como antes, a las comunidades. Por aquel tiempo existían ya en las iglesias de Oriente unos catálogos de deberes profesionales en los que se especifican las cualidades que debían tener los ministros de la Iglesia y sus obligaciones correspondientes. En este contexto surgen las cartas pastorales utilizando el nombre de Pablo. El autor de la primera carta a Timoteo le previene sobre las falsas doctrinas, da normas sobre la liturgia y traza un cuadro de las cualidades que deben adornar a los diversas ministros de la Iglesia:
«El obispo debe ser irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente…» (3, 1-7).
«Los diáconos igualmente deben ser dignos, sin doblez…» (3, 8-10). «Las mujeres asimismo deben ser dignas, no murmuradoras, sobrias, fieles en todo» (3, 11).
«Los diáconos sean maridos de una sola mujer, que gobiernen bien a sus hijos y a su propia casa» (3, 12).
Llama mucho la atención que, hablando de los diáconos, introduzca un versículo sobre las mujeres, y luego siga hablando de los diáconos. ¿De qué mujeres se trata? ¿De las mujeres en general, de las esposas de los diáconos, o de las mujeres que son diáconos o ejercen algún otro servicio en la iglesia?
Debemos excluir la primera hipótesis, que hable de las mujeres en general, porque nos hallamos ante un catálogo de deberes profesionales. Tampoco se puede referir a las esposas de los diáconos, puesto que nada ha dicho de las esposas de los obispos, aunque es de suponer que se trataba de hombres casados, como lo indica la misma carta (3, 2). Sólo queda la posibilidad de que se refiera a mujeres que ejercían funciones diaconales u otras semejantes, porque a continuación sigue hablando de los diáconos. Se trata sin duda alguna de una nueva categoría de «servidoras», que no tienen aún un nombre específico. Ejercen diversos servicios en la comunidad, como los obispos y los diáconos, pero no se especifican. El hecho de que aquí sea más breve y menos preciso indica tal vez que no existía aún una tradición tan arraigada y frecuente sobre las mujeres diáconos.
Domiciano Fernández, CMF
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