La presencia y la complicidad
Por mi profundo respeto a los familiares de las víctimas que llevan más de 40 años esperando justicia, tal como ocurrió con mi familia, no pretendo entrar a opinar si el general Cheyre pudiese o no ser culpable de los hechos que se le imputan, a pesar de mi opinión personal. Tan solo quisiera referirme a la cuestión de si la presencia y conocimiento de los hechos por parte de militares jóvenes, sujetos a la feroz verticalidad del mando en tiempos de guerra, se puede considerar complicidad.
Un par de días después del asesinato de mi hermano Eugenio a manos de integrantes de la Caravana de la Muerte en Antofagasta, mis padres -que se alojaban en el Hotel Antofagasta- recibieron una curiosa llamada en horas de la noche; era el barman del hotel, quien les pidió que por favor bajaran a ver lo que estaba ocurriendo.
Era un grupo de muchachitos jóvenes, todos de la Fuerza Aérea, que estaban tratando de emborracharse hasta perder el sentido con tal de aturdir el horror de todo lo que habían vivido, tan lejano a lo que soñaron al decidir enlistarse en las Fuerzas Armadas. Al identificarse mis padres, se produjo una verdadera catarsis donde, desgarrados, les contaron las cosas más terribles que vieron hacerle a mi hermano y, desinhibidos por el alcohol, pedían perdón y lloraban ante la impotencia de sentir que nada pudieron hacer si es que no querían ser a su vez fusilados de inmediato.
En una servilleta de papel del bar del hotel anotaron los nombres de cinco de esos monstruos sádicos que torturaban, mataban, reían y disfrutaban de su poder, uno de la Fuerza Aérea y otros que vinieron con la Caravana. Esa servilleta de papel, producto del amargo relato de esos verdaderos niños grandes víctimas de las circunstancias, fue importantísima para mis padres. Los datos los corroboraron posteriormente con el general Joaquín Lagos -hombre bueno que trató de impedir las matanzas, lo que le costó su carrera- y con otros testigos fidedignos. Eso les dio la tranquilidad de saber que, a pesar de todas las cortinas de humo lanzadas por Arellano y el Ejército de la época, no estaban cometiendo el error de acusar a hombres inocentes, probablemente los más débiles de la cadena, sino que a los verdaderos culpables. Eso se lo agradecemos a esos jóvenes oficiales, que con eso hicieron mucho y constituyen para mí una prueba de que la presencia y conocimiento pueden estar en las antípodas de la complicidad.
Lamentablemente no hubo justicia mientras esos hombres fueron crueles, poderosos y despiadados, y solo se les condenó cuando ya eran viejitos frágiles, enfermos o dementes, y dignos de compasión cristiana. ¿Vamos a ir ahora tras lo que era el eslabón más débil de ese momento aciago?
Muchos hemos sufrido por la falta de justicia para quienes fueron ajusticiados injustamente y sin cargo alguno. Es por esa razón que no podemos hoy cometer ese mismo error y linchar públicamente a alguien antes que la justicia pueda formarse una opinión bien fundada y contundente de lo que realmente ocurrió.
Que Dios nos ayude a no fallar en este intento.
María Alicia Ruiz-Tagle O.