Cristianos Laicos: teólogos, maestros y apóstoles
Introducción Mucho se insiste hoy en que la Iglesia de este milenio es la “Iglesia del laicado”. Quizás la frase desea expresar que en algún sentido toda la Iglesia es un movimiento de laicos. Una parroquia es un movimiento de laicos, si no, ¿qué sentido tendría? La verdad más honda es que somos cristianos todos, que la mayoría de las llamadas del evangelio y de las necesidades de la Iglesia y su misión se refieren a todos por igual, y que sólo en este marco cobran sentido vocaciones y ministerios más particulares. La palabra “laico” la estamos sobreutilizando quizás porque necesitamos balancear un exceso de los últimos siglos en sentido contrario, y también porque el resurgimiento de la identidad fundamental compartida exige definir mejor las relaciones entre los distintos ministerios en la Iglesia. Pero, lo específico de los distintos ministerios y formas de vida sólo se entiende desde la gran afirmación de que todos somos cristianos, y en este sentido los laicos necesitamos poco la palabra “laicos”. No obstante, la comunión eclesial se realiza en las relaciones que somos capaces de establecer entre las distintas vocaciones particulares, y en los frutos que esas relaciones ofrecen a otros. Por eso, no puede concebirse una asociación o movimiento de laicos sin la presencia y el ministerio activo y generoso de religiosos, religiosas y sacerdotes, porque los unos existimos con y para los otros, nos hacemos crecer unos a otros y nos interpelamos sanamente en busca de una mayor fidelidad, que sabemos no es un asunto individual o específico. Desde esta afirmación inicial, me propongo con humildad y libertad leer esa frase “Iglesia del laicado” desde mi experiencia laical, la que ha madurado en el contexto vocacional y asociativo de la Comunidad de Vida Cristiana. Digo con humildad y libertad porque no pretendo representar a los laicos ni imponer una particular visión o experiencia, pero deseo que mi aporte fluya desde la experiencia y la reflexión sin inhibiciones metodológicas o de otro tipo. Estoy convencido que un primer significado de la expresión “ la Iglesia de los laicos” es precisamente que nosotros, los laicos, encontremos el modo y la oportunidad de expresarnos en la Iglesia , como Iglesia, en cuanto Iglesia confundida, más allá de ella misma y provocada desde la vida misma. Además, asumo que la expresión “los laicos” es muy amplia, que abarca a personas muy diversas, con historias de fe muy distintas. Lo común a todos es el sello cristiano del bautismo, que nos incorpora a la vida pascual y a la misión de Jesucristo por medio de su Iglesia. Lo común a todos, aunque con intensidades diferentes, es también el reconocimiento de Jesucristo como Señor y como Maestro, y un sentido de pertenencia o de vinculación con la Iglesia. La unión con Jesús nace y crece en nosotros por medio de la Iglesia , y la unión con la Iglesia madura y se nutre desde la unión con Jesús. Si a veces nos sentimos alejados o fríos en nuestra relación con la Iglesia, puede ser porque ella no nos ha llevado suficientemente hacia Jesucristo, y entonces él no nos ha podido volver potenciados hacia su Iglesia. La indisoluble unión de Cristo y la Iglesia no es un discurso, es una tarea que como cristianos vivimos en nuestras luchas y contradicciones, en nuestras rebeldías y búsquedas de fronteras más amplias, en nuestros apostolados. La indisoluble unión de Cristo y la Iglesia es también una gracia que vivimos con alegría y plenitud en la liturgia, en la oración, en el misterio. El desafío de la inclusión Iglesia de los laicos quiere decir en algún sentido Iglesia de la inclusión, o Iglesia de la no exclusión. Jesucristo quiere convocar a todos, hombres y mujeres de todas las edades y condiciones sociales, para estar con él y trabajar con él. La comunión eclesial no puede construirse excluyendo a muchos, o permitiendo que muchos se sientan excluidos. Tenemos que vivir la Iglesia sorprendida de sí misma, que se reconoce no sólo en los frutos luminosos de santidad, sino sobre todo en las luchas cotidianas de los pobres, de los jóvenes, de las mujeres solas, de las familias en dificultad o quebradas, etc. Los laicos que somos la Iglesia hemos de ser capaces de reconocer y de anunciar a Jesucristo y su evangelio, no como un conjunto de interrupciones, prohibiciones, regulaciones, juicios o marginaciones, sino como una palabra de vida en la situación real que se está viviendo, como una compañía discreta e incondicional. La imagen del buen cristiano – y de la Iglesia – ha de ser menos estereotipada, más dinámica, capaz de buscar lo bueno que hay en las personas, aun en medio de sus situaciones obscuras. Hemos de ser capaces de vivir un mayor pluralismo y una mayor tolerancia en clave positiva, pues mientras más estrecho sea nuestro recinto, más marginalidad estamos produciendo; mientras más contorneadas y fortificadas sean nuestras fronteras, menos podremos dar testimonio de la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo (Ef 3,18). En esta línea, creo por ejemplo que nuestra educación, la educación de Iglesia, ha de ser menos segregada, más plural y vulnerable, y producir frutos de mayor integración social. El evangelio tiene una virtud incluyente e integradora que hemos de hacer nuestra. Hemos de convencernos que cada uno de nosotros se hace más Iglesia y hace más Iglesia cuando se acerca al distinto, cuando acoge y no juzga. Entre los seres humanos no sirve la imagen de las “manzanas podridas”, y entonces hemos de cultivar más la de los “iconos dañados”. Cuando nos enfrentamos al mal o al rostro menos bello y luminosos de nuestra realidad o de nuestro entorno, hemos de sentirnos felices restaurando en equipo iconos dañados, que tras la degradación producto de muchos avatares esconden una belleza originaria que se puede recuperar con operaciones delicadas y pacientes, pinceladas que vayan quitando el polvo y devolviendo la forma. Al hacerlo, creceremos también nosotros, crecerá la Iglesia y avanzará el reinado de Jesucristo. ¡Qué distinta esta imagen a la de las “manzanas podridas”! Que Dios nos encuentre invitando, incluyendo y restaurando, y no seleccionando manzanas bonitas y desechando las “feas y podridas”. En el pecado no debemos ver sólo al pecador individual, sino también el pecado social y eclesial que lo contiene. Nuestros actos penitenciales han de dar cuenta de todo lo anterior. El desafío de un magisterio y una teología laical Como corolario de lo anterior, Iglesia de los laicos quiere decir surgimiento o reconocimiento de un magisterio laical y de una reflexión teológica laical. Todos los cristianos somos en algún sentido teólogos, puesto que tratamos de articular nuestra experiencia de vida con los datos de la fe, de leer y orar nuestras vicisitudes desde la doctrina y desde la Escritura. Somos también maestros, depositarios y transmisores de la fe a nuestros hijos y a nuestro prójimo, con la tarea ardua de formar conciencias acompañando en la vida. No deseo establecer oposiciones entre la jerarquía y el laicado, o entre los “teólogos de a pie” y los teólogos profesionales. Simplemente afirmo que los laicos de hecho tenemos nuestro magisterio, que no ignora el de la jerarquía, pero que lo complementa, lo acerca a la vida, lo problematiza, lo enriquece con consejos sabios que provienen de la vida misma. Alguien podría decirme que también podría degradarlo, diluirlo, confundirlo, etc. Y yo digo sí, puede ser, pero en general en los católicos predominará lo primero, porque nuestro prejuicio será siempre positivo y nuestro esfuerzo será de integración y no de confrontación. Pero, como he dicho antes, la integración no consiste en dejar caer un “ladrillo” filosófico-teológico-espiritual sobre la vida ordinaria, desde arriba hacia abajo, para presionar y oprimir. Consiste más bien en atraer la inteligencia y los afectos hacia nuevas posibilidades, y esto sólo puede surgir de la experiencia real, del diálogo, de la evaluación de las dificultades, del escuchar las críticas, desde dentro y desde fuera. Quiero compartir un ejemplo que alguna vez viví con mi hijo, tan criticón respecto de la liturgia, los mandamientos, la moral, etc. Le dije: “hijo, la Iglesia necesita un Papa que nos mantenga unidos, que nos gobierne. Necesita un magisterio, que nos oriente y nos haga estudiar y reflexionar sobre asuntos que no son tan sencillos como para que tú los resuelvas solo. Necesita también un papá que ayude a su hijo a comprender, y que sea capaz de decirle ‘no te preocupes, veamos qué significa esto en tu situación actual’… y la Iglesia son el Papa, el magisterio, el papá y el hijo, ninguno por sí solo. Más aún, el Papa no puede ser papá, y el magisterio de tu papá no quiere prescindir del magisterio de la Iglesia jerárquica… pero tu papá sería muy petulante si quisiera hablarte como el Papa”. Así he llegado a decir cosas aparentemente en contradicción con el magisterio tradicional, pero muy necesarias y crecedoras desde el magisterio ordinario de los fieles. Por ejemplo, para los jóvenes creo que es lícito leer de una manera distinta el precepto del domingo, pues les cuesta mucho ir a misa y aprovecharla. Entonces, yo como papá en la Iglesia , no como oficial de la Iglesia , en vez de ser majadero con “anda a misa el domingo” hasta el punto de crear un conflicto familiar, le digo que “cada vez que vas a misa es domingo, el día del Señor, y ojalá que haya muchos domingos en tu vida”. Esto lo cuento no para que todos hagan lo mismo que yo, sino para ilustrar una verdad más honda que cada uno sabe cómo vivir, en fidelidad y conciencia, en libertad. Me ayuda también a explicarme en este punto una conversación que tuve hace poco con un ingeniero que se tituló hace dos años. Él me dijo que mientras más entraba en los asuntos del trabajo, más insuficientes y abstractos le parecían los conocimientos adquiridos en la universidad. Me reconoció que volvía a menudo a temas que alguna vez vio en la Universidad , pero ahora desde la perspectiva de algún problema real, y que siempre “algo fallaba”. Cierto, le dije: ahora eres tú el responsable de resolver estos problemas reales, valiéndote de todos tus conocimientos, pero también de tu creatividad, tu conocimiento de la realidad, tu sentido práctico, juzgando los recursos disponibles, las limitaciones del entorno, y finalmente tomando decisiones. Algo similar ocurre entre el magisterio jerárquico o la reflexión teológica sistemática y lo que yo llamo el magisterio laical o la teología “de a pie”. No hay oposición, hay complementariedad: se necesitan mutuamente. Esto cobra más fuerza si aceptamos que el Espíritu del Señor está también presente en los laicos cuando nos esforzamos por vivir la vida cristiana, así como lo está en la jerarquía cuando enseña. Los laicos cristianos somos teólogos de a pie, pero somos también políglotas, en el sentido que hablamos el lenguaje de la fe y la experiencia cristiana, unido muchas veces a una disciplina científica y a una experiencia de vida de pareja, familiar, económica, política, etc. Aportamos a la Iglesia esta necesaria mirada en perspectiva, este necesario lenguaje plural y polimorfo, este necesario “testeo” permanente de la experiencia de fe encarnada en situaciones reales, de cara a decisiones insoslayables, con los dones que el Espíritu Santo derrama sobre nosotros. Podríamos afirmar a modo de síntesis que ni la jerarquía ni los laicos somos infalibles, que juntos somos menos falibles que separadamente, y que en el fondo es más importante la fidelidad que la infalibilidad. El desafío de un mayor protagonismo de los laicos en la Iglesia Iglesia de los laicos quiere decir que la Iglesia es también un campo de acción de los laicos. A menudo se subraya el rol del laico fuera de la Iglesia, en el mundo, cosa que no es poco importante pero que no significa que los laicos no debamos hacernos cargo de la Iglesia y sus problemas. Hay una responsabilidad grave, ineludible e inevitable de los laicos en la comunión eclesial y en la organización eclesial. Nos corresponde trabajar para una Iglesia más fiel a su fundador, aportando nuestra parte de magisterio y de teología, nuestro estilo de vida sencillo, nuestro profetismo, nuestra realeza y nuestro sacerdocio al interior de la Iglesia. Nos corresponde ayudar a construir una iglesia participativa, dialogante en su interior, con espacios para que se manifieste la riqueza que el Espíritu del Señor nos concede a nosotros los laicos. Nos concierne traer de vuelta a la Iglesia las críticas que recibimos, junto con las dificultades y contradicciones que experimentamos en nuestro contacto con los no creyentes, con los alejados, con los jóvenes, con los marginados. Nos corresponde ayudar a que la organización y finanzas de la Iglesia sean sanas, transparentes, eficaces y coherentes. Es preciso que los pastores vean en los laicos a adultos en la fe, cuya participación en la Iglesia no consiste solamente en participar de la catequesis o la liturgia, como receptores o como monitores. Y debemos entender que de esta adultez y protagonismo que vivamos al interior de la Iglesia dependerá en gran parte nuestra credibilidad ante el mundo, en el que vivimos nuestra peculiar inserción como cristianos laicos: no podemos testimoniar en el mundo asuntos que evadimos o postergamos en la Iglesia. Todo esto supone no sólo crear nuevos espacios y nuevos estilos de gestión y animación en la Iglesia , sino sobre todo supone que los laicos asumamos nuestra adultez y protagonismo en ella, dedicando energías, esfuerzos, talentos, recursos, etc. No obstante, todo lo anterior no puede ser analizado ni vivido desde una postura adolescente de autoafirmación o desde una posición social de reivindicación. Todo esto surge del amor a la Iglesia , a la que vemos indisolublemente ligada a Jesucristo. No hay prisas destructivas, sino sentido de proceso, de crecimiento en Cristo. Y bien sabemos que los tiempos de la Iglesia son lentos, y que no dependen sólo de nosotros. Muy ligados al corazón de la Iglesia , los laicos hemos de salir a caminar para explorar sus fronteras, y abrirnos a nuevas posibilidades. También hemos de aportar nuestros sueños para nuestra Iglesia y trabajar dentro de ella para irlos cristalizando. En parte lo hacemos en algunas de nuestras asociaciones y en algunas parroquias, pero ellas también han de ser objeto de discernimiento permanente para que sean genuinas expresiones del Espíritu del Señor en la Iglesia , con suficientes vasos comunicantes con el tejido más amplio de la Iglesia. El desafío del compromiso apostólico y la colaboración Iglesia de los laicos quiere decir una Iglesia en que los laicos seamos más conscientes y responsables de nuestra misión en sus distintas dimensiones. Laicos, jerarquía, religiosos y ministros ordenados tenemos que aprender a colaborar, pero no solo en las fases de ejecución sino también en las de discernimiento y decisión. Esto supone la presencia de laicos adultos y bien formados, a partir de un adecuado equilibrio entre formación y acción, o mejor aún, un adecuado proceso de formación en la acción, en que todos aportamos, dialogamos, nos ayudamos recíprocamente a crecer. La corresponsabilidad en la misión de la Iglesia será posible si los laicos aprendemos a estar en comunidades o redes apostólicas en las que podamos vivir el discernimiento y el envío, desarrollando una habilidad y disposición para escuchar y actuar de acuerdo a prioridades, opciones compartidas y apoyadas por la comunidad, incluso renunciando a impulsos o motivaciones más individuales y siendo más disciplinados y colaborativos en nuestras propias asociaciones apostólicas. Hemos de desarrollar una cierta “obediencia” laical, o “radical buena voluntad” hacia la Iglesia. No es una obediencia canónica o jurídica, sino que es capacidad de escucha y de compromiso, reconocimiento cordial de una autoridad que radica en la comunidad y en sus ministros. Este desafío de la colaboración está haciendo surgir nuevas formas de interacción y de concertación entre los distintos miembros de la Iglesia, y los laicos tendremos que aportar mucho en este proceso. |
José Reyes
Centro Teológico Manuel Larraín – Santiago de Chile