Noviembre 24, 2024

La Misionera que salvó la vida a seis religiosos en la dictadura argentina

 La Misionera que salvó la vida a seis religiosos en la dictadura argentina

Testimonio de la Hna. Joan McKarthy en Córdoba, agosto de 1976

 Ni el general Luciano Benjamín Menéndez, ni los ocho policías de la D-2 que llegaron para secuestrar al cura James Martin Weeks y sus seminaristas, imaginaron a una mujer abriéndoles la puerta de la casa.

Menos se les pasó por la cabeza que Weeks hubiera nacido en un pueblo del estado de Massachussets, en Estados Unidos, llamado Clinton, donde el senador Edward Ted Kennedy era algo así como el segundo Dios, y la familia del cura, devota de dos religiones: la católica y la del Partido Demócrata.

Eran las cinco y cuarto de la tarde del frío martes 3 de agosto de 1976 en el barrio Los Boulevares, en el noroeste de la ciudad de Córdoba, en Argentina. Los hombres habían llegado en dos autos y una camioneta, no vestían uniformes, no llevaban insignias, pero calzaban borceguíes.

La mujer que abrió la puerta era una monja, Joan McKarthy. Todos le decían Juana. Con ella estaban Weeks, el seminarista de la orden de La Sallete, Humberto Pantoja, y un anciano español al que cuidaban los religiosos. El viejo ni siquiera recordaba su nombre, lo único que salía de su boca, cada tanto, eran retazos de su paso por la Segunda Guerra Mundial, en el norte de África. Aunque nadie sabía a ciencia cierta si era verdad o una fabulación. Más tarde fueron regresando los que faltaban: Alfredo Belardes, Daniel García Carranza, José Luis Destefanis y Alejandro Dausá.

Durante las siguientes seis horas, los integrantes de la brutal patota (Juan Antonio Tissera –el jefe–, José Raúl Buceta, Exequiel Méndez Verduguez, Armando Luis Torres, Miguel Ángel Gómez, Hugo Cayetano Britos, Yamil Jabour y Calixto Luis Flores), golpearon e insultaron al sacerdote y los estudiantes del seminario. Revisaron cada centímetro del lugar y destruyeron todo, hasta la capilla que habían levantado en una de las habitaciones. Se los llevaron al edificio del cabildo, donde funcionaba el cuartel de la jefatura policial, frente a la catedral, en pleno centro. En ese siniestro caserón, ante las narices de miles de cordobeses que pasaban cada día por allí, torturaban y mataban. Su jefe máximo era el general Menéndez, uno de los jerarcas de la dictadura cívico-militar que gobernaba el país. El que mandaba puertas adentro del cabildo, donde operaba la D-2, la División de Inteligencia policial, era Raúl Pedro Telleldín, un ex suboficial del Ejército, creador del Comando Libertadores de América, la versión cordobesa de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), una banda paramilitar nacida en 1974 al amparo del ministro de Bienestar Social del gobierno peronista, José López Rega.

También trasladaron como evidencia de la supuesta relación con los grupos guerrilleros, un disco de Joan Baez; otro de George Harrison, Bod Dylan y otros artistas, titulado Concierto para Bangladesh; y otro de músicos de Bolivia, que le cantaban a la patria grande latinoamericana. Sumaron un libro del obispo conservador, Alfonso López Trujillo, titulado Liberación cristiana, liberación marxista. Robaron el poco dinero que había y todos los muebles que pudieron cargar en la caja de la camioneta. El jefe del grupo le dijo a la monja: “Espere tres horas acá adentro, vaya al diario La Voz del Interior y diga que somos Montoneros (un grupo político y guerrillero de signo peronista que actuó en Argentina durante la década de los setenta)”.

Weeks y los seminaristas recorrieron los 12 kilómetros entre la casa parroquial y el cabildo convencidos de que iban a morir. Estaban atados, amordazados y con una venda tapándoles los ojos. Weeks todavía sentía como un cuchillo sobre los suyos a la sentencia del que se le había subido encima para inmovilizarlo mientras dormía la siesta: “No me mires, porque soy la muerte”. El cura no lo miró. Todos estaban congelados de miedo.

El de Carlos Múgica, el 11 de mayo de 1974, fue el primero de una lista de 17 crímenes que sufrió la iglesia católica en Argentina. La Triple A lo acribilló frente a la parroquia de San Francisco Solano, en el conurbano bonaerense,  cuando salía de dar una charla a parejas que estaban por casarse. El sepelio de Múgica conmovió a Buenos Aires y a las barriadas pobres. El sacerdote era el símbolo de un modo diferente de entender y hacer la Iglesia comprometida con los pobres. Con él comenzó un largo invierno.

Julio de 1976 fue un mes sangriento. El 4 fueron baleados en la parroquia de San Patricio, en el barrio de Belgrano R, en la capital federal, los sacerdotes palotinos Pedro Duffau, Alfredo Kelly y Alfredo Leaden, y los seminaristas Salvador Barbeitto y Emilio Barletti. El 18, un grupo de tareas asesinó a Gabriel Longueville, párroco de Chamical, en la provincia de La Rioja, y al sacerdote Carlos de Dios Murias. Los dos estaban cenando en la parroquia. El 25 terminaron con la vida de Wenceslao Pedernera, un activista cristiano que promovía las cooperativas agrarias en el pueblo riojano de Soñogasta. Esta  provincia norteña estaba dentro del área represiva del III Cuerpo de Ejército que comandaba el general Menéndez.

Después de estos crímenes, el obispo riojano Enrique Angelelli supo que tenía los días contados. Viajó a Córdoba y le pidió al cardenal Raúl Primatesta, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), que lo acompañara a una entrevista con el general Menéndez. El militar le dijo con sequedad antes de finalizar el encuentro: “Usted, obispo, debe cuidarse mucho”.

Lo mataron en la noche del 4 de agosto. Regresaba de Chamical a La Rioja, con un maletín repleto de documentos sobre el crimen de Longueville y Murias que desapareció. Con él viajaba el sacerdote Arturo Pinto, que sobrevivió al atentado. De acuerdo a su testimonio, un Peugeot 404 de color blanco los alcanzó en la ruta, se les cruzó, y el vehículo de Angelelli volcó. Pinto quedó desvanecido y el obispo apareció a 25 metros del auto, a un costado del asfalto. Tenía la cabeza destruida y los brazos en cruz. Todo indica que primero lo arrastraron y luego, según los médicos forenses, le pegaron un fuerte golpe en el cráneo. De manera formal, durante larguísimas cuatro décadas, la Iglesia no haría denuncia alguna sobre la hipótesis del crimen. Recién en 2006, el arzobispo Jorge Mario Bergoglio –que en 2013 se convertiría en el Papa Francisco– lo elevaría a la condición de mártir. Los obispos efectuaron pronunciamientos generales, pero nunca plantearon a las Juntas Militares las denuncias sobre el genocidio en marcha que recibieron de familiares de las víctimas y de sus propios curas. La iglesia argentina eligió un camino opuesto al de la Vicaría de la Solidaridad en Chile, que se enfrentó al régimen de Augusto Pinochet Ugarte.

Juana McKarthy tenía 43 años en 1976, los ojos celestes y una inteligencia obstinada. Esa obstinación indomable le salvó la vida a Weeks y los seminaristas. No sólo no fue al diario, donde le ordenaron los policías, sino que en plena madrugada corrió sin parar las cinco manzanas que la separaban del edificio del seminario de la orden claretiana. Durante los diez días siguientes huyó de la dictadura argentina que la perseguía mientras tejía una bufanda azul.

Partió de Córdoba rumbo a la capital argentina con sus pocas cosas dentro de una valija que le prestó el obispo Candido Rubiolo. Arribó a las cinco de la tarde del martes 4 de agosto. Tomó un taxi y fue hasta la embajada de Estados Unidos, en la coqueta avenida del Libertador. El cónsul general Owen la recibió, la escuchó y no le creyó. Llamó a un oficial de la Policía Federal Argentina que actuaba de enlace dentro de la embajada para corroborar la historia que estaba escuchando. “Cuando eso sucedió el cónsul y unas personas, que creo debían ser de la CIA, me llevaron a un hospital de la congregación de Schoenstatt, donde estaba internado un sacerdote de La Salette y me dejaron. Allí esperé dos días a que llegara un superior desde Estados Unidos, pero como no llegaba y los diarios publicaban que yo era peligrosa, empecé a pensar cómo salir porque las monjas que me cuidaban no querían que me quedara”.

“Imaginé permanecer en el país, en ir a Jujuy, pero me di cuenta que eso era imposible y comencé a buscar ayuda para huir de Argentina. El viernes 6 llamé a la embajada, pero me dijeron que no quedaba nadie y que hasta el lunes no me podían atender: ‘Lo siento, señora’, fue la respuesta final. Entonces llamé a la oficina del nuncio Pío Laghi, pero estaba fuera de la ciudad y no había forma de ubicarlo. Intenté con la Oficina de Paz y Justicia de la orden jesuita, a quienes conocía; ellos me atendieron. Les conté lo que sucedía. Me señalaron que harían todo lo posible por ubicar al nuncio. Me pidieron que siguiera en el hospital, que no me moviera de ahí. Pasé el sábado y el domingo sentada en mi cama, esperando, desesperada, mirando la ventana y la puerta. Llamaron el domingo por la tarde citándome para el día siguiente”.

Lunes 9 de agosto, 8 de la mañana. “Volví a relatarle todo lo que había vivido a los hermanos de la comunidad jesuita y uno de ellos fue a ver al nuncio, regresó a la tarde y nos contó: ‘El nuncio dice que no puede hacer nada por ti, sólo puede ayudar a sacerdotes argentinos; dice que vayas a la embajada de Estados Unidos’. Dos sacerdotes y el secretario del CIAS (Centro de Documentación) la acompañaron en auto a la embajada, donde Owen la recibió nuevamente. ‘Tengo un gran problema’, alcancé a decirle al cónsul; y él respondió casi al instante: ‘Primero, no le podemos dar dinero; segundo, no le podemos prestar dinero; tercero, no le podemos dar asilo; cuarto, no la podemos acompañar a un puerto de salida. Lo único que podemos decirle es cuál es la forma más fácil de salir de Argentina. Ah, y tampoco le podemos recomendar que la use’. Estaba desconsolada.

Los militares la buscaban desde hacía varios días. Esa misma noche, por la ruta que le aconsejó Owen, ascendió al barco en el puerto de Buenos Aires, para viajar a Montevideo. Los jesuitas le dieron algo de dinero y le compraron ropa nueva, como la que usaban los turistas de primera clase que abordaban el ferry.

El martes 10 muy temprano pisó la capital uruguaya. En la embajada estadounidense un empleado fue directo al grano: “Debe salir del país lo antes posible, los militares de Argentina y Uruguay están en comunicación y si se queda la van a capturar”. Ya la estaban esperando en un hogar jesuita donde recién pudo dormir un rato. Los sacerdotes ganaron tiempo y le compraron un billete de avión a La Paz, Bolivia, con escala en Asunción del Paraguay para que pudiera eludir el territorio argentino. Se fue el miércoles 11, estuvo ese día en la capital boliviana, en el hogar de las hermanas del grupo Maria Kloll, mientras las monjas reunían los dólares necesarios para otro pasaje, esta vez con aterrizaje en Washington. El 12 montó el vuelo y el 13, diez días después de huir de Córdoba, estaba en su país. Sana, salva y con una misión: Liberar a Weeks y los seminaristas.

Esta mujer de labios finos y piel blanquísima no deja de sonreír mientras habla. Su relato es frenético, imparable. Su español, rudo. La vida de Juana ha sido un constante ir y venir detrás de sus titánicas convicciones. Apenas se recibió de profesora de Matemáticas fue docente en colegios católicos en California. Mientras desarrollaba su tarea en barrios acomodados empezó a buscar otro destino que la pusiera cara a cara con los pobres del continente. Lo consiguió a principios de los setenta, cuando la enviaron a San Miguel Allende, estado de Guanajato, al norte del Distrito Federal, en México. Trabajó como profesora en un colegio religioso, aprendió a hablar en español, y con su carácter a cuestas se metió con el párroco del lugar y sus prácticas. “Era un sinvergüenza y lo terminaron echando”. Su siguiente destino fue Ecuador, en el Instituto Pastoral Latinoamericano estudió, como dice ella, “para aprender a trabajar con los pobres”. Allí entró en contacto con las enseñanzas de los obispos de Medellín, que en 1968 pusieron a la iglesia católica latinoamericana en sintonía con el Concilio Vaticano II.

De Ecuador regresó a su país, donde trabajó en una industria que envasaba tomates, ahorró 500 dólares y partió otra vez. Pasó nuevamente por México, estuvo en Nicaragua, El Salvador, Ecuador, Perú y Chile, hasta que en 1974 se instaló en Buenos Aires. “Fui a todos los centros piadosos para conocer la religiosidad de aquí. Viví ocho meses en un conventillo del barrio de Retiro para saber cómo era todo eso. Como no tenía trabajo, mis vecinas me decían: ‘andá a San Cayetano (el santo del trabajo) a pedir pan y trabajo’; pero en cambio yo estudie mecanografía en las academias Pitman y transcribí libretos de telenovelas en Canal 13 para poder comer”.

De una carpeta de tapas azules saca una carta con membrete del Obispado de Jujuy, perfectamente doblada en cuatro partes. Tiene fecha del 15 de junio de 1976. Quien firma al pie es el entonces obispo jujeño José Miguel Medina. Dice: “Certifico que (…) trabaja y colabora con el reverendo padre Enrique Rastellini y con el equipo Diocesano de Pastoral, quienes prestan un servicio pastoral con los bolivianos residentes en la provincia de Jujuy”.

“¿Ve?, los diarios decían (en agosto de 1976) que era una peligrosa mujer norteamericana y yo hacía esto, trabajaba con inmigrantes”. Dobla la carta siguiendo las marcas perfectas que sólo puede hacer el tiempo y la guarda de nuevo como si fuera un salvoconducto eterno.

La historia que va a contar comienza el 31 de julio de 1976. Cuando McKarthy se subió a un tren en San Salvador de Jujuy para bajar en la mañana del 3 de agosto en la ciudad de Córdoba. Su objetivo era renovar la visa y continuar viaje a Buenos Aires, pero como completó el trámite rápidamente se le ocurrió ir hasta la casa de los padres de La Salette en Yofre Norte, un barrio de la ciudad que se parece todavía a un pueblo de campo, en el que todos se conocen y saludan. Quería visitar a los sacerdotes de allí porque eran estadounidenses como ella. “Cuando llegué vi al padre Weeks cansado, con unas ojeras enormes y preocupado. La noche había sido terrible para él: había visto una camioneta sin matrícula cargada con hombres armados en su caja que pasó frente a la casa donde vivía, en el barrio Los Boulevares, del otro lado de la ciudad. Casi no había dormido”. La monja llevaba una cartera, una bolsa con lana azul y un tejido para no aburrirse.

Las conversaciones con Weeks durante el almuerzo y la sobremesa giraron sobre los dos curas asesinados unos días antes en Chamical. El sacerdote le contó también que un representante del arzobispo de Córdoba, Raúl Primatesta, le había advertido que podría ocurrir “cualquier cosa” y que debían tener cuidado.

Weeks la invitó a conocer su casa, que era el teologado de los curas de La Salette. Ahí, los seminaristas Santiago Wirtz, Alfredo Belardes, Daniel García Carranza, José Luis Destefanis, Alejandro Dausá y Humberto Pantoja se preparaban para el sacerdocio. Todos tenían unos 22 años, menos Pantoja, que era un poco más mayor.

Quince minutos antes de las cinco llegaron en el auto del cura. Un rato más tarde, los más jóvenes se fueron a estudiar al seminario claretiano. Weeks se retiró a tratar de dormir una siesta para borrar las huellas de la noche anterior. Pantoja escribía a máquina en su dormitorio. Ella se quedó con el viejo, frente al hogar.

“Seguí tejiendo la bufanda azul que quería darle a un niño boliviano que vivía en Jujuy. Y decidí que esa tardecita, una vez que el padre volviera de su siesta, partiría en ómnibus a Buenos Aires”.

No pasó más que media hora cuando escuchó fuertes golpes en la puerta de la cocina, abrió, y ocho hombres entraron a los gritos. “Somos policías” –dice impostando la voz para volverla ronca y oscura– “y yo les contesto: ‘¡Qué bueno señor!’” –cuenta ya con su voz aguda–. “Me retraí y toda mi energía psíquica se enfocó en ver y escuchar. Fueron unas seis horas en las que yo seguí tejiendo y conversando con el viejo español como si nada pasara. Ataron las manos y los pies de Pantoja y Weeks y empezaron a buscar. Encontraron una radio, máquinas de escribir, libros de teología, biblias, cartas, notas y los discos”, recuerda Juana.

“Del grupo se me fijaron cuatro caras: la de un hombre corpulento, que tenía saco de cuero, y parecía el jefe; dos jóvenes que tenían el pelo medio largo, uno era rubio y tenía tonada cordobesa y el otro era morocho. Ellos jugaban con los ornamentos que se usan en la misa. Yo quise saber qué antecedentes religiosos tenía esa gente, llamé al jefe y le dije: ‘Mire, ellos están jugando con los ornamentos’ y él les pidió que dejaran de jugar con los ornamentos”.

“Como me habían encerrado en la capilla de la casa, me comí todas las hostias consagradas que había. No sabía lo que iban a hacer. Más tarde, el líder salió de uno de los cuartos y me dijo: ‘No se preocupe, no la lastimaremos, somos hombres buenos, no la lastimaremos’. Y yo le respondí: ‘Me alegro tanto’”.“En un momento se me terminó el ovillo de lana azul y como tenía otro en la bolsa que estaba en el centro de la mesa del comedor, junto a mi cartera, se lo pedí a uno de ellos. Temía que descubrieran la certificación del obispo de Jujuy y algunas direcciones que tenía de allá, pero necesitaba seguir tejiendo. Tejía y tejía, sólo quería tejer”.

Él que buscó el ovillo no vio nada

Al rato se la llevaron a una habitación y regresaron los seminaristas que faltaban. Los policías comenzaron a golpearlos y amenazarlos con sus armas. “Los ataron y vendaron igual que a Pantoja y Weeks y luego los subieron a unos autos. Uno de los policías vino hasta la habitación y me mostró mi documento. Por suerte –me dije a mí misma– no descubrieron la carta del obispo. Me preguntó cómo se pronunciaba mi apellido y le respondí que era del sur de Irlanda; le expliqué cómo decirlo, sílaba por sílaba, pero el policía ni siquiera lo intentó. El jefe del operativo, que era un hombre gordo, antes de partir me dio instrucciones sobre qué decir: ‘Quédese tres horas aquí dentro, vaya al diario La Voz del Interior y diga que guerrilleros Montoneros hicimos justicia revolucionaria. Después, váyase de la ciudad’”.

Encontró la carta del obispo Medina tirada en el piso del comedor, doblada, sin abrir. De la cartera se habían llevado el dinero. Agarró la carta y la guardó.

“Antes de salir miré la habitación de Pantoja; había una foto del padre (Carlos) Múgica. Con una lapiceera azul le habían pintado una cruz esvástica y escrito la palabra Kaput”. La casa estaba destruida. Sólo había quedado en pie un pequeño altar y una virgen.

Uno de los padres claretianos llevó a Juana a la oficina del Servicio de Emergencias del Arzobispado. El cardenal Primatesta había viajado a Canadá y los sacerdotes no pudieron ayudarla demasiado. El segundo de Primatesta, el obispo Cándido Rubiolo, estaba durmiendo y no quisieron molestarlo. “Pedí papel y lapicera, me senté en la cocina y escribí todo lo que recordaba de las horas que duró el secuestro. Como Rubiolo seguía durmiendo, pedí el teléfono y llamé al teólogo español Vicente Sueco, que era un conocido del padre Weeks. Cuando Rubiolo al fin se despertó, en un momento fue a desayunar a la cocina y le di en mano lo que había escrito. No sé si hizo algo, pero la carta debe estar en el archivo del arzobispado.”  

Sueco llamó a un oficial de la Fuerza Área que era conocido suyo del movimiento de cursillos cristianos. La angustia duró unas pocas horas porque el militar pudo averiguar que todos se encontraban vivos, pero detenidos e incomunicados en el edificio del cabildo. Ese sitio era una antesala camino al campo de concentración de La Perla, donde el régimen torturó y asesinó a más de dos mil personas entre 1976 y 1980.

El cura también se comunicó con los sacerdotes de la orden en barrio Yofre y éstos con el superior en Buenos Aires, el padre Rolando Nadeau. Él sería otro eslabón clave para la suerte de todos. Llamó a Estados Unidos, donde habló con los jefes de la orden misionera de La Sallete en Hartford, Connecticut, y también con Sebastian Weeks y Adan Menamora, el padre y la madre del cura.

Desde el primer minuto, la familia de Weeks revolucionó Clinton. La primera llamada telefónico que hicieron fue para ubicar al diputado demócrata Robert Drinan, un sacerdote y abogado jesuita con quien trabajaba un hermano del párroco. Luego Drinan se puso en contacto con Edward Kennedy. “¿Cómo Ted no nos va ayudar?”, le dijeron los Weeks a Drinan. Conocían a la familia política más emblemática de los Estados Unidos. El senador les prometió: “Si no lo liberan, voy a Argentina a buscarlo y lo traigo hasta tu casa”. Colgó con los Weeks y marcó el número del Departamento de Estado. El tema era ya una causa de política internacional que adelantaba el nuevo tiempo que los demócratas, con Jimmy Carter como presidente, le imprimirían a la política de esa potencia mundial en América Latina en los años siguientes.

El 5 de agosto, apenas un par de días más tarde del secuestro, el Departamento de Estado ya tenía información sobre lo que estaba sucediendo. El documento desclasificado por el gobierno de Estados Unidos decía lo siguiente:

“A las 18 horas del 4 de agosto esta Embajada recibió un informe de que el padre Weeks, James Martin, junto a 5 estudiantes del seminario (4 argentinos y 1 chileno) fueron arrestados en la noche del 3 de agosto en los cuartos de la residencia en Córdoba. Weeks es el teólogo de la orden religiosa de La Sallette. (…) De acuerdo a la fuente, 8 hombres bien vestidos y con ametralladoras allanaron los cuartos residenciales ubicados cerca del seminario claretiano. (…) El padre Weeks fue arrestado. (…) Hemos contactado a fuentes de la Policía Federal, el Ministerio del Interior, y militares (…)”.

El cura y los seminaristas estuvieron tres días en la jefatura policial. A diferencia de otros detenidos allí, la intervención estadounidense puso sus vidas en una especie de limbo burocrático. Les habían pegado, insultado, los tenían atados de pies y manos, con los ojos vendados, pero no les aplicaron ninguna de las terribles torturas que sufrían sus compañeros de cautiverio. Los militares estaban desconcertados. Les habían puesto un límite que jamás imaginaron.

Alejandro Dausá es, a sus 58 años, tan delgado y fibroso como un muchacho de 20. Lee, escribe y practica diariamente tai chi. Fue cura y colgó los hábitos. Está casado. Tiene la extraña particularidad de haber trabajado de teólogo en Cuba, época de la que guarda un carnet que reconoce esa labor. Hoy vive en Bolivia y es director de una ONG. La musicalidad de su fraseo denota que pasó muchos años de su vida en Centroamérica.

“En algún lugar nos bajaron el auto”, relata ahora Dausá. “Me acuerdo de un patio. Hacía mucho frío. Nos pasaron a un lugar estrecho. Había gente a mi lado. Años después supe que a eso le llamaban el tranvía (así denominan los sobrevivientes a un estrecho pasillo con bancos de cemento a cada lado, donde los represores los ubicaban antes y después de someterlos a las sesiones de tortura)… Nos golpeaban. Recuerdo a una señora, Susana Canela, la golpearon mucho delante del marido; a un hombre, Carlos Dreizik, a quien también lo golpearon y se le había formado un enorme hematoma en el vientre… Y recuerdo los gritos de una mujer; esa mujer gritaba que por favor no le metieran más bichos…”.

García Carranza nunca llegó a ser sacerdote, pero es como si lo fuera. Después de estar unos pocos meses en la sede en la sede de la orden en Estados Unidos abandonó su camino al sacerdocio y obtuvo el asilo político en ese país. Confiesa que sentía pánico de regresar a Argentina. Uno de sus trabajos que desarrolló en Boston revela cómo es el carácter de este hombre. En el hospital infantil era responsable de contener a las familias de los niños en las situaciones de sufrimiento y pérdida. Vivió allá hasta que su primera mujer falleció de cáncer en 1998.

Durante su testimonio judicial contó que un obispo iba todos los días a la jefatura policial para ver cómo estaban. “Los policías nos llamaban por nuestros nombres y nos gritaban párense. Nos parábamos y unos segundos después el que estaba parado en la puerta se retiraba. Muy posiblemente era monseñor (Pedro Eladio) Bordagaray. Él vio que había gente torturada en el tranvía. ¡Ese hombre vio todo y no hizo nada!”. 

 ¿Y usted cómo sabe que era Bordagaray?, le preguntó el juez del Tribunal Oral Federal, Jaime Díaz Gavier. ¡Porque me lo dijeron en la D-2! Y yo lo conocía bien: ¡Ese hombre era mi padrino de bautismo! ¡Mis padres le rogaron que hiciera algo por mí y no hizo nada!

Antes de sacarlos del cabildo, dos de los torturadores los llevaron hasta una de las oficinas. Uno de ellos le habló a Weeks: “La embajada norteamericana está interesada por su situación”. Weeks no dijo nada. Sintió que Dios estaba de su lado.

Casi cuatro décadas más tarde, en la mesa del patio de su casa, mientras ceba un mate amargo, García Carranza relata el final del cautiverio del grupo en ese lugar. Era el viernes 6 de agosto de 1976. “‘Bueno, ahora los tenemos que llevar a matar. Así que si quieren, aprovechen y corran. Escapen. El que quiera irse, que se vaya ahora’, nos gritó uno de ellos. Pero nosotros no nos movimos, estábamos en la calle empedrada que da a la catedral. No escapamos, sabíamos que era una trampa. Nos llevaron a la UP1 (una de las cárceles de Córdoba donde era enviados los presos políticos)”. Dos o tres horas más tarde, los fueron a buscar de nuevo y los llevaron, incomunicados, al pabellón número 3 de otra cárcel, la de Encausados. Se habían equivocado de centro de detención. La maquinaria infernal podía asesinar sin miramientos y, al mismo tiempo, equivocarse como una banda de novatos.

Los documentos sobre este caso, hallados en dependencias del Ejército y el Arzobispado cordobés, muestran además que hubo gestiones reservadas de los obispos auxiliares Cándido Rubiolo y Alfredo Disandro, quienes se reunieron con el general Menéndez y con su segundo comandante, general José Antonio Vaquero. Rubiolo también se entrevistó, el 5 de agosto, con el ministro de Gobierno de Córdoba, Miguel Ángel Martini, a cargo de la gobernación.

Horacio Vertbisky cuenta en el libro La mano izquierda de Dios, tomo 4, sobre cómo fue la reunión de funcionarios de la embajada de Estados Unidos y Nadeau con el jefe del III Cuerpo de Ejército para liberarlos. “El general Menéndez nos informó que los detenidos tenían un libro de la teología de la liberación, otro sobre la lucha de clases y una biblia con la imagen de un guerrillero y las insignias del comunismo”, recordó Nadeau. “Le pedí entonces una lista de libros prohibidos para no poner en peligro el bienestar de los seminaristas en el futuro. Entonces, él me dijo: ‘¡No entiendo cómo puede haber un seminario con sólo un sacerdote y cinco seminaristas! (…) Un seminario tiene que ser parecido al Ejército, con un edificio grande…’. Le expliqué la diferencia entre el seminario diocesano y las congregaciones religiosas, que habíamos empezado hacía cuatro años y que había pocas vocaciones, que cinco ya eran un buen número. Para seguridad de nuestros muchachos, avisó, tendríamos que vivir en una casa grande o tener un cartel muy grande en el frente de nuestra casa”.

James Martín Weeks fue liberado al finalizar la tarde del 17 de agosto de 1976. El padre Santiago, como le dicen, es un hombre serio, usa lentes con marco metálico que le cubren medio rostro y tiene unos cachetes colorados. Parece el tío bueno de la familia. Hoy vive en la tranquila ciudad turística de Termas de Río Hondo, en la calurosa provincia de Santiago del Estero. Es el vicario de la parroquia Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Fue ese, en 1965, uno de sus primeros destinos como sacerdote. Su salida de Argentina fue todo lo contrario, tensa e interminable.

Pese a que el gobierno republicano de Gerald Ford apoyaba a la dictadura liderada por el jefe del Ejército, el teniente general, Jorge Rafael Videla, Estados Unidos debió jugar varias cartas para sacarlo de aquí. Los militares no querían dejar ir al cura, entonces Estados Unidos decidió poner el asunto en los medios internacionales; luego funcionarios de la embajada se entrevistaron con el nuncio Pio Laghi; y finalmente amenazaron con denunciar al país por la violación de la Convención de Viena de 1963 (que en uno de sus artículos permite el contacto con las personas detenidas). El 16 de agosto, 13 días después del secuestro, obtuvieron la aprobación del general Menéndez para ver al sacerdote prisionero.

El cónsul Whitman se encontró con el religioso al día siguiente en la misma cárcel de Encausados. Al finalizar la jornada, después de obtener su liberación, lo llevó personalmente junto con sus guardaespaldas y los agregados aéreos y navales de la embajada a Buenos Aires. Creían que la vida de Weeks estaba en peligro, por eso el operativo fue supervisado minuto a minuto.

El 18, un funcionario de la embajada escribió al Departamento de Estado: “Las autoridades militares en Córdoba no pudieron encontrar los documentos de Weeks. De todos modos, su pasaporte había expirado, y emitimos uno nuevo (Os. Z2603550). Hemos solicitado al Ministerio de Relaciones Exteriores argentino facilitar su partida con Inmigración y hemos dispuesto tener (un) funcionario en el aeropuerto para asegurarnos que no surjan complicaciones al momento de su salida por la incapacidad de presentar documentos”.

Weeks partió ese día desde Ezeiza, en el vuelo 978 de la aerolínea Braniff. Su destino era Miami, donde aterrizó a las seis y media de la mañana del jueves 19.

Ni en sus peores pesadillas Menéndez y la Junta Militar soñaron que McKarthy y Weeks iban a movilizar tantos referentes sociales y políticos en Estados Unidos e instalar un claro panorama de las violaciones de los derechos humanos que se perpetraban en el país. Ese hecho desembocaría en el embargo a la venta de armas al país durante la administración del presidente Carter.

Dausá relata algunos detalles de la llegada de Weeks. “Lo abordaron un montón de periodistas. Eso lo sacudió, no esperaba semejante repercusión. Inmediatamente estuvo en los titulares porque era un caso realmente muy particular, y ahí se enfrentó, según su propio testimonio, con dos opciones: Una, enterrarse y desaparecer de la luz pública. Más bien la orden misionera de La Sallete le recomendaba eso. Y la otra, salir muy fuertemente a luchar por los derechos humanos. Eso se lo pedía otra gente, que tenía bastante experiencia con la Vicaría de la Solidaridad, en Chile. Y él optó por la segunda, para suerte nuestra”.

En Washington se sumó a Tabor House, una organización encabezada por el sacerdote carmelita Peter Hinde y la hermana de la misericordia Betty Campbell. Reunió 1.300 hechos de abusos graves por parte del Estado a partir de las denuncias recibidas y junto con activistas de diversas organizaciones acudían a la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA) a mostrar las evidencias de esas violaciones. Lo mismo hacían en las embajadas latinoamericanas y oficinas consulares, donde se ponían a leer la lista de los desaparecidos. Weeks le cuenta a Gustavo Morello en el libro Terrorismo de Estado, religión y redes internacionales. Un caso de reclamos por derechos humanos (Boston College, Estados Unidos) sobre estas acciones: “Tantas veces he ido a algunas de ellas que los empleados me decían: ‘Padre, otra vez no’”.

Una de las más célebres protestas se celebró frente a la embajada argentina, donde desplegaron un cartel hecho por Juana con una sábana blanca que decía: “Caín, Caín ¿Dónde está tu hermano Abel?”. Mientras, ayudado por un megáfono, Weeks leía las listas de desaparecidos. Recuerda la monja: “Ellos cerraron todas sus ventanas, después tocamos la puerta, y nos quedamos rezando el Padrenuestro, pidiendo por los desaparecidos”.

El 21 de septiembre de 1976 la situación de los derechos humanos en Latinoamérica se hizo insostenible. Fue a causa del asesinato de Orlando Letelier, ministro de Defensa del derrocado gobierno socialista chileno de Salvador Allende, y su secretaria estadounidense Ronni Moffitt, en una operación ejecutada por los agentes de inteligencia del dictador chileno Pinochet, en Washington. La bomba activada con un detonador terminó de poner a la opinión pública en contra de las dictaduras de la región. La opinión pública estadounidense venía girando en sus percepciones políticas, sobre todo tras la renuncia de Richard Nixon, acorralado por el escándalo de espionaje Watergate, y por la fuerte oposición ciudadana a la guerra de Vietnam que forzó la salida estadounidense del sudeste asiático. En ese contexto, la Doctrina de Seguridad Nacional, que propugnaba la persecución política interna de los opositores en América del Sur, perdía su principal sostén.

El 28 de septiembre de 1976, después del almuerzo, a las dos y cuarto de la tarde, Weeks se sentó como testigo frente al subcomité de organizaciones internacionales del Congreso, presidido por el diputado demócrata Donald Fraser. Se celebró en el marco de una audición especial sobre la situación en Argentina que se extendió durante dos jornadas, y donde también declararon los abogados argentinos Gustavo Roca y Lucio Garzón Maceda. Los senadores y diputados evaluaban solicitar al presidente Ford la suspensión de la ayuda militar al gobierno argentino.

El religioso contó sobre su secuestro y cautiverio y afirmó que en su lugar de detención le cuestionaron su trabajo con los pobres. “Es una persecución a toda la iglesia, no sólo de los miembros más progresistas, sino también de los laicos cristianos más comprometidos”. Mientras él hablaba los seminaristas continuaban presos en Córdoba. Le siguió el padre Bryan Hehir, subsecretario de la comisión internacional de Justicia y Paz de la conferencia de obispos norteamericana. Enmarcó lo que sucedía en Argentina con la creciente persecución a la iglesia católica en Latinoamérica. Los ministros de la iglesia que respondían a las directrices del Concilio Vaticano II y de los obispos de Medellín eran hostigados por los gobiernos. Fraser afirmó, al finalizar, que “a pesar de las buenas intenciones de Videla y de sus promesas, no han terminado con los secuestros y asesinatos. Más aún, la magnitud de la situación hace sospechar de la complicidad del gobierno con los vejámenes”.

Weeks no se quedaría quieto. En su pueblo, Clinton, el sacerdote se encontró el 19 de noviembre de 1976 con Carter, que ya había sido elegido presidente, pero aún no había tomado posesión. Registra Morello en su libro que le entregó una carta de once páginas. “(…) La ayuda militar vino a Argentina, a los militares, y están usando eso para masacrar a su propio pueblo (…)”, le cuenta el cura a Carter.

Drinan, el diputado demócrata que ayudó a la familia de Weeks a pedir su liberación, viajó a Argentina con la delegación de Amnesty International (AI), que también integraban Patricia Feeney (investigadora del secretariado de Amnistía Internacional para América Latina) y Lord Avebury (miembro de la comisión parlamentaria de derechos humanos del Parlamento británico). La visita a Buenos Aires se celebró entre el 6 y el 15 de noviembre de 1976. Fue la primera auditoría internacional durante el gobierno de la Junta Militar. El presidente Videla la autorizó pensando que le sería favorable y así mejoraría las relaciones con Estados Unidos. Procuraba evitar el aislamiento que se percibía como una guillotina sobre el régimen. El grupo no pudo entrevistarse con Videla, sólo lo hizo con funcionarios de menor rango, y fue hostigado durante toda su estadía, incluso en los medios. En cambio, Drinan se entrevistó con el nuncio Pío Laghi, el periodista Jacobo Timerman y con Mignone, que presidía el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Laghi le transmitió al legislador estadounidense que la Iglesia había recibido unas 4.000 denuncias de familiares y mínimas respuestas del gobierno. Drinan se fue convencido que la Iglesia argentina era responsable, al menos en parte, de lo sucedido, por transmitir “un excesivo temor al comunismo, permitiendo que en función de ese miedo se suspendieran los derechos y garantías constitucionales”. La realidad, como sostienen María Seoane y Vicente Muleiro en el libro El dictador, es que Videla fue uno de los dictadores más feroces del siglo XX y la organización del plan sistemático de eliminación de opositores políticos y sociales contó con la participación de todas las fuerzas y la coordinación del Ejército.

Carter designó en 1977 a Patricia Derian como secretaria de Derechos Humanos. Significaba un cambio de prioridades en la agenda de política exterior. La dictadura chilena sería una de las primeras en sufrir sanciones por la aplicación de la enmienda Humphrey-Kennedy, incluyendo reducción de créditos y embargo de ayuda militar; le seguiría el gobierno argentino, que se quedó sin la ayuda militar que recibía. Derian se convertiría en un azote político cotidiano de los militares. Sin embargo el de 1977 sería el año más cruento de la represión ilegal en Argentina, impulsado por la advertencia de Henry Kissinger a los militares de que debían apurar sus planes porque los vientos del norte estaban cambiando y se quedarían sin espacio político internacional para su plan de exterminio.

La orden misionera de La Salette nació en Francia para dar testimonio de una aparición de la Virgen María a dos niños pastores cerca de la aldea de La Salatte en el año 1846. Su cuerpo doctrinario plantea, entre otras líneas, reparar las relaciones que necesitan sanación, promocionar la vida comunitaria y trabajar con las comunidades pobres. Los argentinos formaban parte de la provincia comandada por Estados Unidos, adonde la orden había llegado en 1892. Por eso, todos los que esquivaron las fauces de la dictadura fueron hacia la conservadora sede de Hartford, al norte de Nueva York, donde en invierno la temperatura baja hasta los 40 grados bajo cero.

Weeks, para la inteligencia del III Cuerpo de Ejército, dirigía un centro de adoctrinamiento y especialización para “activar poblaciones marginales de las villas de emergencia”. La palabra activar significaba atizar reclamaciones sociales u organizar cooperativas u otras instituciones para solucionar distintas problemáticas sociales. El sacerdote y su gente trabajaban en Villa La Merced y Villa Siburu, donde su párroco, Santiago Ema Rins, se había exiliado a Francia el 22 de febrero de 1976 tras de recibir amenazas de muerte. También participaban de actividades pastorales en otras dos parroquias cordobesas.

Los padres claretianos conformaron un Instituto de Estudios Filosóficos y Teológicos por sus diferencias con el pensamiento del Seminario Mayor que dependía del arzobispado de Primatesta. En ese nuevo seminario recalaron Weeks y sus muchachos a mediados de 1975. Alquilaron una casa sencilla, pequeña y algo antigua. Para vivir criaban gallinas, vendían huevos y alimentos de granja, y daban clases en colegios secundarios en el barrio de Yofre Norte. “Habíamos hecho una opción de trabajar con sectores empobrecidos –dice Dausá– y queríamos vivir como ellos. Abrimos esa pequeña comunidad en Los Boulevares, con la posibilidad de vivir de nuestro trabajo, de una manera más sencilla, saliendo de las estructuras clásicas de los seminarios.”

No fue nada fácil

“Con el padre Weeks íbamos a reuniones de la cooperativa de vivienda en Villa La Merced –al sureste de la ciudad, en una de las márgenes del río Suquía–. Lógicamente no había luz eléctrica, nada, y al llegar había un descampado; él apagaba todas las luces del Renault 6 que tenía, y me preguntaba si quería confesarme. Era una forma de decirme: nos pueden matar dentro de 20 minutos… Un espanto”.

García Carranza recuerda: “Nunca tuvimos ninguna clase de militancia con ningún grupo político. Sí dábamos clases en la villa en la que trabajábamos, yo daba clases de catequesis en una escuela de monjas, y en ellas se hablaba de la justicia social, pero el Evangelio es justicia social”.

“Durante una misa se habló sobre la posibilidad de disolver la comunidad y todos dijimos que no. Sabíamos lo que pasaba con la gente en los barrios, que desaparecían, que los mataban… Nosotros nos planteamos: si somos consecuentes con lo que estamos hablando, tenemos que quedarnos”. Se quedaron.

Además de la detención en el cabildo, la UP1 y Encausados, durante su cautiverio también estuvieron en La Perla, donde fueron interrogados y devueltos a la prisión de Encausados.

Dausá, García Carranza y Destefanis fueron liberados el 9 de octubre. “Nos abrieron la puerta y nos dejaron en la calle –dice García Carranza–. Por suerte, una persona del Servicio Penitenciario que nos conocía se enteró que nos dejaban en libertad, le avisó a mi papá y a Rolando (Nadeau); entonces ellos nos esperaron en la esquina. Nos hicieron una clara advertencia al salir de la cárcel: ‘Esto pasa una sola vez; tienen 48 horas para irse del país; no van a caer presos de nuevo ustedes… firmen y váyanse’. Nos fuimos a la casa de mis padres, nos juntamos todos ahí esa noche”.

Al día siguiente, Nadeau los acompañó a saludar a Raúl Primatesta, en la sede del arzobispado, en Córdoba. Delante de ellos ingresaron dos oficiales de la Policía Federal que les preguntaron con sus armas en la mano qué hacían allí. No alcanzaron ni a contestar porque los policías se dieron vuelta al percibir que el jefe de la Iglesia argentina salía de su oficina a recibirlos. Ocultaron sus pistolas debajo de la gorra azul y se quedaron inmóviles como floreros. Los seminaristas y Nadeau se pusieron blancos del miedo. “Le dice Rolando, apenas ingresamos a la oficina: ‘Monseñor, estos dos policías con sus pistolas en las manos acaban de amenazarnos en hall’; ‘Eso no es problema, lo arreglo yo’, le respondió Primatesta”. Nos dimos cuenta que él sabía todo”.

La reunión no duró más de cinco minutos. Primatesta conocía todos los detalles. “Cruzamos muy pocas palabras, sobre todo conversaron él y Nadeau. No nos transmitió ninguna emoción. Todo fue protocolar, muy impersonal”, relata con la distancia de los años García Carranza. Allí supieron también que Rubiolo se había hecho cargo de la diócesis de La Rioja, que había liderado Angelelli hasta su asesinato. Salieron. La enorme puerta de madera oscura se cerró pesadamente. No miraron atrás. Emprendieron el camino que los llevaría a Estados Unidos. Al exilio. Al frío. Estaban vivos.

McKarthy nació el 21 de diciembre de 1932 en Ockland, California, en la soleada costa oeste norteamericana. Su padre se llamaba John y su madre Josefina Voeddeker. Juana es sagitario. Dicen que los de este signo son de los más positivos del zodiaco, además de amantes de la aventura y lo desconocido.

En la capital norteamericana, apenas llegó, se puso a trabajar con el pastor metodista Joe Eldrige, fundador de la Washington Office on Latin America (WOLA). Necesitaban atender las denuncias que comenzaban a llegar por decenas y Juana les vino como anillo al dedo. Hasta 1979 sería la encargada para Argentina de la WOLA. Esta organización trataba de incorporar a la política estadounidense el respeto por los derechos humanos y la promoción de la justicia en América Latina y el Caribe.

“No podía usar mi nombre porque iban a matar a toda la gente con la que había trabajado en Jujuy, así que cuando me preguntaban el nombre yo decía Mary Daly, que era una teóloga; además, mi bisabuela se llamaba así”. Juana no dejaría ni a sol ni a sombra a los militares.

Cuenta muchas historias sobre aquellos años

“Un día llevábamos a las Madres de Plaza de Mayo a una entrevista al Congreso, en Washington, y venía Ted Kennedy en su auto. Él paró, se bajó, las abrazó y les dijo: ‘no las voy a abandonar, no las voy a abandonar’”. Las Madres son una de las organizaciones emblemáticas de defensa de derechos humanos en Argentina. Ellas rompieron el cerco de ocultamiento con su ronda de los jueves en la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, frente a las narices de la Junta Militar, en el corazón del poder político y económico.

“En 1977 organizamos un tablao de tortura y repartimos panfletos a todos los que pasaban por la puerta de la catedral de San Patricio, sobre la Quinta Avenida, en Nueva York. Fue cuando la imagen de la Virgen de Luján fue entronizada”.

 “También íbamos a las misas que para las fiestas patrias pedía la embajada argentina en la catedral católica de Washington. El primer año, un grupo de personas con capuchas con el nombre de desaparecidos nos paramos en frente de la iglesia. Uno entró, era un italiano, y en la oración de los fieles dijo: ‘Y por los desaparecidos en la Argentina’. Lo sacaron de la iglesia los militares que estaban allí. Para el segundo año hablamos con un párroco franciscano, irlandés, Sean O’Malley, que dio un sermón muy fuerte que hizo que todos se levantaran y salieran de la catedral”.

 Cuando la dictadura argentina comenzaba a hundirse, Juana se dijo que su misión estaba cumplida. Entonces se mudó a Medford, una tranquila ciudad en el sur del estado de Oregón. En una casa en el número 2483 de la calle Roberto Road vivían sólo ella, sus gallinas y un enorme gato negro al que bautizó Arnold Schwarzenegger, como el actor de las populares películas de acción.

Estuvo allí hasta que en 2004 la abogada del SERPAJ (Servicio de Paz y Justicia, una ONG que fundó el premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel), María Elba Martínez, le propuso hacer una presentación judicial sobre el secuestro de Weeks y los seminaristas. Otra vez Argentina. Otra vez la causa que marcó sus días. Fiel a su temperamento de mujer de acción partió a Unquillo, a 40 kilómetros de Córdoba, con una determinación: que este expediente judicial llegara a juicio. Y llegó. Contiene 21 imputados, incluido Menéndez. El caso forma parte del denominado megajuicio de La Perla, que se desarrolla desde 2013 en Córdoba y de la que se espera sentencia antes de fines de 2014.

En el pueblo de Olta, en la provincia de Angelelli, hizo crecer otra huerta frondosa y colabora con los curas. Llegó después de comprometerse a tiempo completo con la canonización (el primer paso para convertirlo en santo) del asesinado obispo, recogiendo los testimonios y documentos que pedía el Vaticano para este proceso. En ese tiempo viajaba de Unquillo a La Rioja para poder hacerlo. En medio de todo ese trabajo consiguió donaciones en Estados Unidos para reparar y hacer un archivo en la casa de la parroquia de Chamical, donde tuvo lugar la última cena de los curas Longueville y Murias.

García Carranza se ríe. Dice que Juana es ella misma un centro entero de logística. “Conoce a todo el mundo, le encanta conectar, fogonear, circular cosas… es increíble, tiene la energía de una locomotora”.

Juana puede parecer una mujer frágil, pero no hay que engañarse. No lo es. En estos días su incansable espíritu de luchadora la empuja a la que considera su nueva tarea: conocer e interesar al Papa Francisco con la obra del jesuita Matteo Ricci, que fue hace 500 años el primer misionero católico en China. Ricci es tan respetado en esa nación que llegó a ser miembro de la corte del emperador Wanli entre 1601 y 1610, cuando murió. Ella quiere que sea el patrono de la nueva evangelización en Oriente. “Tengo que ir a hablar con el Papa. Ricci es jesuita como él; el destino del catolicismo está en China”.

 Fabián García – Córdoba

FronteraD  –  Reflexión y Liberación

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